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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

El tiempo de los espíritus<br />

Capítulo IV<br />

65<br />

Isabel Allende<br />

A una edad en que la mayoría de los niños anda con pañales y a cuatro patas,<br />

balbuceando incoherencias y chorreando baba, Blanca parecía una enana razonable,<br />

caminaba a tropezones, pero en sus dos piernas, hablaba correctamente y comía sola,<br />

debido al sistema de su madre de tratarla como persona mayor. Tenía todos sus<br />

dientes y empezaba a abrir los armarios para alborotar su contenido, cuando la familia<br />

decidió ir a pasar el verano a Las Tres Marías, que Clara no conocía más que de<br />

referencia. En ese período de la vida de Blanca, la curiosidad era más fuerte que el<br />

instinto de supervivencia y Férula pasaba apuros corriendo detrás de ella para evitar<br />

que se precipitara del segundo piso, se metiera en el horno o se tragara el jabón. La<br />

idea de ir al campo con la niña le parecía peligrosa, agobiante e inútil, puesto que<br />

Esteban podía arreglarse solo en Las Tres Marías, mientras ellas disfrutaban de tina<br />

existencia civilizada en la capital. Pero Clara estaba entusiasmada. El campo le parecía<br />

una idea romántica, porque nunca había estado dentro de un establo, como decía<br />

Férula. Los preparativos del viaje ocuparon a toda la familia durante más de dos<br />

semanas y la <strong>casa</strong> se atiborró de baúles, canastos y maletas. Alquilaron un vagón<br />

especial en el tren para desplazarse con el increíble equipaje y los sirvientes que Férula<br />

consideró necesario llevar, además de las jaulas de los pájaros, que Clara no quiso<br />

abandonar y las cajas de juguetes de Blanca, llenas de arlequines mecánicos, figuritas<br />

de loza, animales de trapo, bailarinas de cuerda y muñecas con pelo de gente y<br />

articulaciones humanas, que viajaban con sus propios vestidos, coches y vajillas. Al ver<br />

aquella multitud desconcertada y nerviosa y aquel tumulto de bártulos, Esteban se<br />

sintió derrotado por primera vez en su vida, especialmente cuando descubrió entre el<br />

equipaje un san Antonio de tamaño natural, con ojos estrábicos y sandalias repujadas.<br />

Miraba el caos que lo rodeaba, arrepentido de la decisión de viajar con su mujer y su<br />

hija, preguntándose cómo era posible que él sólo necesitara de sus dos maletas para ir<br />

por el mundo y ellas, en cambio, llevaran ese cargamento de trastos y esa procesión<br />

de sirvientes que nada tenían que ver con el propósito del viaje.<br />

En San Lucas tomaron tres coches que los condujeron a Las Tres Marías envueltos<br />

en una nube de polvo, como gitanos. En el patio del fundo esperaban para darle la<br />

bienvenida todos los inquilinos encabezados por el administrador, Pedro Segundo<br />

García. Al ver aquel circo ambulante, quedaron atónitos. Bajo las órdenes de Férula<br />

empezaron a descargar los coches y meter las cosas en la <strong>casa</strong>. Nadie prestó atención<br />

a un niño que tenía aproximadamente la misma edad de Blanca, desnudo, moquillento,<br />

con la barriga inflada por los parásitos, provisto de hermosos ojos negros con<br />

expresión de anciano. Era el hijo del administrador y se llamaba, para diferenciarlo del<br />

padre y del abuelo, Pedro Tercero García. En el tumulto de instalarse, conocer la <strong>casa</strong>,<br />

husmear la huerta, saludar a todo el mundo, armar el altar de san Antonio y espantar<br />

a las gallinas de las camas y a los ratones de los roperos, Blanca se quitó la ropa y<br />

salió corriendo desnuda con Pedro Tercero. Jugaron entre los bultos, se metieron<br />

debajo de los muebles, se mojaron con besos babosos, masticaron el mismo pan,<br />

sorbieron los mismos mocos, y se embetunaron con la misma caca, hasta que, por<br />

último, se durmieron abrazados bajo la mesa del comedor. Allí los encontró Clara a las

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