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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

250<br />

Isabel Allende<br />

Por fuera, el hotel Cristóbal Colón tenía el mismo aspecto anodino de una escuela<br />

primaria, tal como yo lo recordaba. Había perdido la cuenta de los años que habían<br />

transcurrido desde la última vez que estuve allí y traté de hacerme la ilusión de que<br />

podría salir a recibirme el mismo Mustafá de antaño, aquel negro azul, vestido como<br />

una aparición oriental con su doble hilera de dientes de plomo y su cortesía de visir, el<br />

único negro auténtico del país, todos los demás eran pintados, como había asegurado<br />

Tránsito Soto. Pero no fue así. Un portero me condujo a un cubículo muy pequeño, me<br />

señaló un asiento y me indicó que esperara. Al poco rato apareció, en vez del<br />

espectacular Mustafá, una señora con el aire triste y pulcro de una tía provinciana,<br />

uniformada de azul con cuello blanco almidonado, que al verme tan anciano y<br />

desvalido, dio un ligero respingo. Llevaba una rosa roja en la mano.<br />

-¿El caballero viene solo? -preguntó.<br />

-¡Por supuesto que vengo solo! -exclamé.<br />

La mujer me pasó la rosa y me preguntó qué cuarto prefería.<br />

-Me da igual -respondí sorprendido.<br />

-Están libres el Establo, el Templo y las Mil y Una Noches. ¿Cuál quiere?<br />

-Las Mil y Una Noches -dije al azar.<br />

Me condujo por un largo pasillo señalado con luces verdes y flechas rojas. Apoyado<br />

en mi bastón, arrastrando los pies, la seguí con dificultad. Llegamos a un pequeño<br />

patio donde se alzaba una mezquita en miniatura, provista de absurdas ojivas de<br />

vidrios coloreados.<br />

-Es aquí. Si desea beber algo, pídalo por teléfono -indicó.<br />

-Quiero hablar con Tránsito Soto. A eso he venido -dije.<br />

-Lo siento, pero la señora no atiende a particulares. Sólo a proveedores.<br />

-¡Yo tengo que hablar con ella! Dígale que soy el senador Trueba. Me conoce.<br />

-No recibe a nadie, ya le dije -replicó la mujer cruzándose de brazos.<br />

Levanté el bastón y le anuncié que si en diez minutos no aparecía Tránsito Soto en<br />

persona, rompería los vidrios y todo lo que hubiera dentro de su caja de Pandora. La<br />

uniformada retrocedió espantada. Abrí la puerta de la mezquita y me encontré dentro<br />

de una Alhambra de pacotilla. Una corta escalera de azulejos, cubierta con falsas<br />

alfombras persas, conducía a una habitación hexagonal con una cúpula en el techo,<br />

donde alguien había puesto todo lo que pensaba que existía en un harén de Arabia, sin<br />

haber estado nunca allí: almohadones de damasco, pebeteros de vidrio, campanas y<br />

toda suerte de baratijas de bazar. Entre las columnas, multiplicadas hasta el infinito<br />

por la sabia disposición de los espejos, vi un baño de mosaico azul más grande que el<br />

dormitorio, con una gran alberca donde calculé que se podía lavar una vaca y, con<br />

mayor razón, podían retozar dos amantes juguetones. No se parecía en nada al<br />

Cristóbal Colón que yo había conocido. Me senté trabajosamente sobre la cama<br />

redonda, sintiéndome de súbito muy cansado. Me dolían mis viejos huesos. Levanté la<br />

vista y un espejo en el techo me devolvió mi imagen: un pobre cuerpo<br />

empequeñecido, un rostro triste de patriarca bíblico surcado de amargas arrugas y los<br />

restos de una blanca melena. «¡Cómo ha pasado el tiempo!», suspiré.<br />

Tránsito Soto entró sin golpear.<br />

-Me alegro de verlo, patrón -saludó tal como siempre.<br />

Se había convertido en una señora madura, delgada, con un moño severo, ataviada<br />

con un vestido negro de lana y dos vueltas de perlas soberbias en el cuello,<br />

majestuosa y serena, con más aspecto de concertista de piano que de dueña de

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