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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
54<br />
Isabel Allende<br />
movilización colectiva, un resuello de muchedumbre, un rumor de carreras, de ir y<br />
venir con prisa, de impaciencia y horario fijo. Esteban se sintió oprimido. Odiaba esa<br />
ciudad mucho más de lo que recordaba, evocó las alamedas del campo, el tiempo<br />
medido por las lluvias, la vasta soledad de sus potreros, la fresca quietud del río y de<br />
su <strong>casa</strong> silenciosa.<br />
-Ésta es una ciudad de mierda -concluyó.<br />
El coche lo llevó al trote a la <strong>casa</strong> donde se había criado. Se estremeció al ver cómo<br />
se había deteriorado el barrio en esos años, desde que los ricos quisieron vivir más<br />
arriba que los demás y la ciudad creció hacia los faldeos de la cordillera. De la plaza<br />
donde jugaba de niño, no quedaba nada, era un sitio baldío lleno de carretas del<br />
mercado estacionadas entre la basura donde escarbaban los perros vagos. Su <strong>casa</strong><br />
estaba devastada. Vio todos los signos del paso del tiempo. En la puerta vidriada, con<br />
motivos de pájaros exóticos en el cristal tallado, pasada de moda y desvencijada,<br />
había un llamador de bronce con la forma de una mano femenina sujetando una bola.<br />
Tocó y tuvo que esperar un tiempo que le pareció interminable hasta que la puerta se<br />
abrió con el tirón de una cuerda que iba del picaporte hasta la parte superior de la<br />
escalera. Su madre habitaba el segundo piso y alquilaba la planta baja a una fábrica de<br />
botones. Esteban comenzó a subir los peldaños crujientes que no habían sido<br />
encerados en mucho tiempo. Una viejísima sirvienta, cuya existencia había olvidado<br />
por completo, lo esperaba arriba y lo recibió con lacrimosas muestras de afecto, igual<br />
como lo recibía a los quince años, cuando volvía de la Notaría donde se ganaba la vida<br />
copiando traspasos de propiedades y poderes de desconocidos. Nada había cambiado,<br />
ni siquiera la ubicación de los muebles, pero todo le pareció diferente a Esteban, el<br />
corredor con los pisos de madera gastada, algunos vidrios rotos, mal remendados con<br />
pedazos de cartón, unos helechos polvorientos languideciendo en tarros oxidados y<br />
maceteros de loza descascarada, una fetidez de comida y de orines que encogía el<br />
estómago: «¡Qué pobreza!», pensó Esteban sin explicarse a dónde iba a parar todo el<br />
dinero que le enviaba a su hermana para vivir con decencia.<br />
Férula salió a recibirlo con una triste mueca de bienvenida. Había cambiado mucho,<br />
ya no era la mujer opulenta que había dejado años atrás, había adelgazado y la nariz<br />
parecía enorme en su rostro anguloso, tenía un aire de melancolía y ofuscación, olor<br />
intenso a lavanda y ropa anticuada. Se abrazaron en silencio.<br />
-¿Cómo está mamá? -preguntó Esteban.<br />
-Ven a verla, te espera -dijo ella.<br />
Pasaron por un corredor de cuartos comunicados entre sí, todos iguales, oscuros, de<br />
paredes mortuorias, techos altos y ventanas estrechas, con papeles murales de flores<br />
desteñidas y doncellas lánguidas, manchados por el hollín de los braseros y por la<br />
pátina del tiempo y la pobreza. Desde muy lejos llegaba la voz de un locutor de radio<br />
anunciando las pildoritas del doctor Ross, chiquitas pero cumplidoras, que combaten el<br />
estreñimiento, el insomnio y el mal aliento. Se detuvieron ante la puerta cerrada del<br />
dormitorio de doña Ester Trueba.<br />
Aquí está -dijo Férula.<br />
Esteban abrió la puerta y necesitó algunos segundos para ver en la oscuridad. El<br />
olor a medicamentos y podredumbre le golpeó la cara, un olor dulzón de sudor,<br />
humedad, encierro y algo que al principio no identificó, pero que pronto se le adhirió<br />
como una peste: el olor de la carne en descomposición. La luz entraba en un hilo por la<br />
ventana entreabierta, vio la cama ancha donde murió su padre y donde durmió su<br />
madre desde el día de su boda, de negra madera tallada, con un dosel de ángeles en<br />
altorrelieve y unas piltrafas de brocado rojo marchitas por el uso. Su madre estaba