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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

246<br />

Isabel Allende<br />

para los prisioneros de ese recinto de tortura provenía de la nueva sede del gobierno,<br />

que se había instalado en un improvisado edificio, porque el antiguo Palacio de los<br />

Presidentes no era más que un montón de escombros.<br />

Trató de llevar la cuenta de los días transcurridos desde su detención, pero la<br />

soledad, la oscuridad y el miedo le trastornaron el tiempo y le dislocaron el espacio,<br />

creía ver cavernas pobladas de monstruos, imaginaba que la habían drogado y por eso<br />

sentía todos los huesos flojos y las ideas locas, se hacía el propósito de no comer ni<br />

beber, pero el hambre y la sed eran más fuertes que su decisión. Se preguntaba por<br />

qué su abuelo no había ido todavía a rescatarla. En los momentos de lucidez podía<br />

comprender que no era un mal sueño y que no estaba allí por error. Se propuso olvidar<br />

hasta el nombre de Miguel.<br />

La tercera vez que la llevaron donde Esteban García, Alba estaba más preparada,<br />

porque a través de la pared de su celda podía oír lo que ocurría en la pieza de al lado,<br />

donde interrogaban a otros prisioneros, y no se hizo ilusiones. Ni siquiera intentó<br />

evocar los bosques de sus amores.<br />

-Has tenido tiempo para pensar, Alba. Ahora vamos a hablar los dos tranquilamente<br />

y me dirás dónde está Miguel y así saldremos de esto rápido -dijo García.<br />

-Quiero ir al baño -replicó Alba.<br />

-Veo que te estás burlando de mí, Alba -dijo él-. Lo siento mucho, pero aquí no<br />

podemos perder el tiempo.<br />

Alba no respondió.<br />

-¡Quítate la ropa! -ordenó García con otra voz.<br />

Ella no obedeció. La desnudaron con violencia, arrancándole los pantalones a pesar<br />

de sus patadas. El recuerdo preciso de su adolescencia y del beso de García en el<br />

jardín le dieron la fuerza del odio. Luchó contra él, gritó por él, lloró, orinó y vomitó<br />

por él, hasta que se cansaron de golpearla y le dieron una corta tregua, que aprovechó<br />

para invocar a los espíritus comprensivos de su abuela, para que la ayudaran a morir.<br />

Pero nadie vino en su auxilio. Dos manos la levantaron, cuatro la acostaron en un catre<br />

metálico, helado, duro, lleno de resortes que le herían la espalda, y le ataron los<br />

tobillos y las muñecas con correas de cuero.<br />

-Por última vez, Alba. ¿Dónde está Miguel? -preguntó García.<br />

Ella negó silenciosamente. Le habían sujetado la cabeza con otra correa.<br />

-Cuando estés dispuesta a hablar, levanta un dedo -dijo él.<br />

Alba escuchó otra voz.<br />

-Yo manejo la máquina -dijo.<br />

Y entonces ella sintió aquel dolor atroz que le recorrió el cuerpo y la ocupó<br />

completamente y que nunca, en los días de su vida, podría llegar a olvidar. Se hundió<br />

en la oscuridad.<br />

-¡Les dije que tuvieran cuidado con ella, cabrones! -oyó la voz de Esteban García<br />

que le llegaba de muy lejos, sintió que le abrían los párpados, pero no vio nada más<br />

que un difuso resplandor, luego sintió un pinchazo en el brazo y volvió a perderse en la<br />

inconsciencia.<br />

Un siglo después, Alba despertó mojada y desnuda. No sabía si estaba cubierta de<br />

sudor, de agua o de orina, no podía moverse, no recordaba nada, no sabía dónde<br />

estaba ni cuál era la causa de ese malestar intenso que la había reducido a una<br />

piltrafa. Sintió la sed del Sáhara y clamó por agua.

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