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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

149<br />

Isabel Allende<br />

visto en otras ocasiones, y luego procedió a explicar, en su relamido español<br />

desprovisto de erres, que no tenía ninguna inclinación especial por el matrimonio,<br />

puesto que era un hombre enamorado solamente de las artes, las letras y las<br />

curiosidades científicas, y que, por lo tanto, no intentaba molestarla con<br />

requerimientos de marido, de modo que podrían vivir juntos, pero no revueltos, en<br />

perfecta armonía y buena educación. Aliviada, Blanca le tiró los brazos al cuello y lo<br />

besó en ambas mejillas.<br />

-¡Gracias, Jean! -exclamó.<br />

-No hay de qué -replicó él cortésmente.<br />

Se acomodaron en la gran cama de falso estilo Imperio, comentando los pormenores<br />

de la fiesta y haciendo planes para su vida futura.<br />

-¿No te interesa saber quién es el padre de mi hijo? -preguntó Blanca.<br />

-Yo lo soy -respondió Jean besándola en la frente.<br />

Se durmieron cada uno para su lado, dándose la espalda. A las cinco de la mañana<br />

Blanca despertó con el estómago revuelto debido al olor dulzón de las flores con que<br />

Esteban Trucha había decorado la cámara nupcial. Jean de Satigny la acompañó al<br />

baño, le sostuvo la frente mientras se doblaba sobre el excusado, la ayudó a acostarse<br />

y sacó las flores al pasillo. Después se quedó desvelado el resto de la noche leyendo La<br />

filosofía del tocador, del marqués de Sade, mientras Blanca suspiraba entre sueños<br />

que era estupendo estar <strong>casa</strong>da con un intelectual.<br />

Al día siguiente Jean fue al banco a cambiar un cheque de su suegro y pasó casi<br />

todo el día recorriendo las tiendas del centro para comprarse el ajuar de novio que<br />

consideró apropiado para su nueva posición económica. Entretanto, Blanca, aburrida<br />

de aguardarlo en el hall del hotel, decidió ir a visitar a su madre. Se colocó su mejor<br />

sombrero de mañana y partió en un coche de alquiler a la gran <strong>casa</strong> de la esquina,<br />

donde el resto de su familia estaba almorzando en silencio, todavía rencorosos y<br />

cansados por los sobresaltos de la boda y la resaca de las últimas peleas. Al verla<br />

entrar al comedor, su padre dio un grito de horror.<br />

-¡Qué hace aquí, hija! -rugió.<br />

-Nada... vengo a verlos... -murmuró Blanca aterrada.<br />

-¡Está loca! ¿No se da cuenta que si alguien la ve, van a decir que su marido la<br />

devolvió en plena luna de miel? ¡Van a decir que no era virgen!<br />

-Es que no lo era, papá.<br />

Esteban estuvo a punto de cruzarle la cara de un bofetón, pero Jaime se puso por<br />

delante con tanta determinación, que se limitó a insultarla por su estupidez. Clara,<br />

inconmovible, llevó a Blanca hasta una silla y le sirvió un plato de pescado frío con<br />

salsa de alcaparras. Mientras Esteban seguía gritando y Nicolás iba a buscar el coche<br />

para devolverla a su marido, ellas dos cuchicheaban como en los viejos tiempos.<br />

Esa misma tarde Blanca y Jean tomaron el tren que los llevó al puerto. Allí se<br />

embarcaron en un transatlántico inglés. Él vestía un pantalón de lino blanco y una<br />

chaqueta azul de corte marinero, que combinaban a la perfección con la falda azul y la<br />

chaqueta blanca del traje sastre de su mujer. Cuatro días más tarde, el buque los<br />

depositó en la más olvidada provincia del Norte, donde sus elegantes ropas de viaje y<br />

sus maletas de cocodrilo pasaron desapercibidas en el bochornoso calor seco de la<br />

hora de la siesta. Jean de Satigny acomodó provisoriamente a su esposa en un hotel y<br />

se dio a la tarea de buscar un alojamiento digno de sus nuevos ingresos. A las<br />

veinticuatro horas la pequeña sociedad provinciana estaba enterada que había un<br />

conde auténtico entre ellos. Eso facilitó mucho las cosas para Jean. Pudo alquilar una

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