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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
257<br />
Isabel Allende<br />
-¡Háganos callar, si pueden, cabrones, a ver si se atreven! -y seguían cantando más<br />
fuerte y ellos no entraban, porque habían aprendido que no se puede evitar lo<br />
inevitable.<br />
Traté de escribir los pequeños acontecimientos de la sección de mujeres, que habían<br />
detenido a la hermana del Presidente, que nos quitaron los cigarrillos, que habían<br />
llegado nuevas prisioneras, que Adriana había tenido otro de sus ataques y se había<br />
abalanzado sobre sus hijos para matarlos, se los tuvimos que quitar de las manos y yo<br />
me senté con un niño en cada brazo, para contarles los cuentos mágicos de los baúles<br />
encantados del tío Marcos, hasta que se durmieron, mientras yo pensaba en los<br />
destinos de esas criaturas creciendo en aquel lugar, con su madre trastornada,<br />
cuidados por otras madres desconocidas que no habían perdido la voz para una<br />
canción de cuna, ni el gesto para un consuelo, y me preguntaba, escribía, en qué<br />
forma los hijos de Adriana podrían devolver la canción y el gesto a los hijos o los nietos<br />
de esas mismas mujeres que los arrullaban.<br />
Estuve en el campo de concentración pocos días. Un miércoles por la tarde los<br />
carabineros fueron a buscarme. Tuve un momento de pánico, pensando que me<br />
llevarían donde Esteban García, pero mis compañeras me dijeron que si usaban<br />
uniforme, no eran de la policía política y eso me tranquilizó un poco. Les dejé mi<br />
chaleco de lana, para que lo deshicieran y tejieran algo abrigado a los niños de<br />
Adriana, y todo el dinero que tenía cuando me detuvieron y que, con la escrupulosa<br />
honestidad que tienen los militares para lo intrascendente, me habían devuelto. Me<br />
metí el cuaderno en los pantalones y las abracé a todas, una por una. Lo último que oí<br />
al salir fue el coro de mis compañeras cantando para darme ánimos, tal como hacían<br />
con todas las prisioneras que llegaban o se iban del campamento. Yo iba llorando. Allí<br />
había sido feliz.<br />
Le conté al abuelo que me llevaron en un furgón, con los ojos vendados, durante el<br />
toque de queda. Temblaba tanto, que podía oír castañetear mis dientes. Uno de los<br />
hombres que estaba conmigo en la parte posterior del vehículo, me puso un caramelo<br />
en la mano y me dio unas palmaditas de consuelo en el hombro.<br />
-No se preocupe, señorita. No le va a pasar nada. La vamos a soltar y en unas horas<br />
más estará con su familia -dijo en un susurro.<br />
Me dejaron en un basural cerca del Barrio de la Misericordia.<br />
El mismo que me dio el dulce me ayudó a bajar.<br />
-Cuidado con el toque de queda -me sopló al oído-. No se mueva hasta que<br />
amanezca.<br />
Oí el motor y pensé que iban a aplastarme y después aparecería en la prensa que<br />
había muerto atropellada en un accidente del tránsito, pero el vehículo se alejó sin<br />
tocarme. Esperé un tiempo, paralizada de frío y miedo, hasta que por fin decidí<br />
quitarme la venda para ver dónde me encontraba. Miré a mi alrededor. Era un sitio<br />
baldío, un descampado lleno de basura donde corrían algunas ratas entre los<br />
desperdicios. Brillaba una luna tenue que me permitió ver a lo lejos el perfil de una<br />
miserable población de cartones, calaminas y tablas. Comprendí que debía tomar en<br />
cuenta la recomendación del guardia y quedarme allí hasta que aclarara. Me habría<br />
pasado la noche en el basural, si no llega un muchachito agazapado en las sombras y<br />
me hace señas sigilosas. Como ya no tenía mucho que perder, eché a andar en su<br />
dirección, trastabillando. Al acercarme, vi su carita ansiosa. Me echó una manta en los<br />
hombros, me tomó de la mano y me condujo a la población sin decir palabra.<br />
Caminábamos agachados, evitando la calle y los pocos faroles que estaban encendidos,<br />
algunos perros alborotaron con sus ladridos, pero nadie asomó la cabeza para indagar.