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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
168<br />
Isabel Allende<br />
cuando vendía algún Nacimiento. Ganaba un mísero sueldo que gastaba casi entero en<br />
cuentas de médicos, porque su capacidad para sufrir enfermedades imaginarias no<br />
había disminuido con el trabajo y la necesidad, por el contrario, no hacía más que<br />
aumentar año a año. Procuraba no pedir nada a su padre, para no darle ocasión de<br />
humillarla. De vez en cuando, Clara y Jaime le compraban ropa o le daban algo para<br />
sus necesidades, pero lo normal era que no tuviera para un par de medias. Su pobreza<br />
contrastaba con los vestidos bordados y el calzado hecho a la medida con que el<br />
senador Trueba vestía a su nieta Alba. Su vida era dura. Se levantaba a las seis de la<br />
mañana, invierno y verano. A esa hora encendía el horno del taller, vestida con un<br />
delantal de hule y zuecos de madera, preparaba las mesas de trabajo y batía la arcilla<br />
para sus clases, con los brazos hundidos hasta los codos en el barro áspero y frío. Por<br />
eso tenía siempre las uñas partidas y la piel agrietada y con el tiempo se le fueron<br />
deformando los dedos. A esa hora se sentía inspirada y nadie la interrumpía, de modo<br />
que podía empezar el día fabricando sus monstruosos animales para los Nacimientos.<br />
Después tenía que ocuparse de la <strong>casa</strong>, los sirvientes y las compras, hasta la hora que<br />
comenzaban sus clases. Sus alumnos eran niñas de buena familia que no tenían nada<br />
que hacer y habían adoptado la moda de la artesanía, que era más elegante que tejer<br />
para los pobres, como hacían las abuelas.<br />
La idea de hacer clases para mongólicos fue producto del azar. Un día llegó a la <strong>casa</strong><br />
del senador Trueba una vieja amiga de Clara que traía a su nieto. Era un adolescente<br />
gordo y blando, con una redonda cara de luna mansa y una expresión de ternura<br />
inconmovible en sus ojitos orientales. Tenía quince años, pero Alba se dio cuenta de<br />
que era como un bebé. Clara pidió a su nieta que llevara al muchacho a jugar al jardín<br />
y cuidara que no se ensuciara, no se ahogara en la fuente, no comiera tierra y no se<br />
manoseara la bragueta. Alba se aburrió muy pronto de vigilarlo, y ante la imposibilidad<br />
de comunicarse con él en ningún lenguaje coherente, se lo llevó al taller de cerámica,<br />
donde Blanca, para mantenerlo quieto, le puso un delantal que lo preservara de las<br />
manchas y el agua, y colocó en sus manos una bola de arcilla. El muchacho estuvo<br />
más de tres horas entretenido, sin babear, sin orinarse y sin dar cabezazos contra las<br />
paredes, modelando unas toscas figuras de barro que después llevó a su abuela de<br />
regalo. La señora, que había llegado a olvidar que andaba con él, quedó encantada y<br />
así nació la idea de que la cerámica era buena para los mongólicos. Blanca terminó<br />
haciendo clases para un grupo de niños que iban al taller los jueves por la tarde.<br />
Llegaban en una camioneta, cuidados por dos monjas de tocas almidonadas, que se<br />
sentaban en la glorieta del jardín a tomar chocolate con Clara y a discutir las virtudes<br />
del punto de cruz y las jerarquías de los pecados, mientras Blanca y su hija enseñaban<br />
a los niños a hacer gusanos, pelotitas, perros despachurrados y vasos deformes. Al<br />
final del año las monjas organizaban una exposición y una verbena y aquellas<br />
espantosas obras de arte se vendían por caridad. Pronto Blanca y Alba se dieron<br />
cuenta que los niños trabajaban mucho mejor cuando se sentían queridos y que la<br />
única forma de comunicarse con ellos era el afecto. Aprendieron a abrazarlos, a<br />
besarlos y a hacerles mimos, hasta que ambas acabaron por amarlos de verdad. Alba<br />
esperaba toda la semana la llegada de la camioneta con los retrasados y saltaba de<br />
alegría cuando ellos corrían a abrazarla. Pero los jueves eran agotadores. Alba se<br />
acostaba rendida, le daban vueltas en la mente los dulces rostros asiáticos de los niños<br />
del taller y Blanca invariablemente sufría una jaqueca. Después que se iban las monjas<br />
con su revuelo de trapos blancos y su leva de retrasados tomados de la mano, Blanca<br />
abrazaba furiosamente a su hija, la cubría de besos y le decía que había que agradecer<br />
a Dios que ella fuera normal. Por eso, Alba creció con la idea de que la normalidad era<br />
un don divino. Lo discutió con su abuela.