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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
194<br />
Isabel Allende<br />
conocía muy bien, le dijo que tenía una hora para llegar a la <strong>casa</strong> con una explicación<br />
razonable por haber pasado toda la noche afuera. Alba le replicó que no podía salir y<br />
aunque pudiera, tampoco pensaba hacerlo.<br />
-¡No tienes nada que hacer allá con esos comunistas! -gritó Esteban Trueba. Pero en<br />
seguida dulcificó la voz y le rogó que saliera antes que entrara la policía, porque él<br />
estaba en posición de saber que el gobierno no iba a tolerarlos indefinidamente-. Si no<br />
salen por las buenas, se va a meter el Grupo Móvil y los sacarán a palos -concluyó el<br />
senador.<br />
Alba miró por una rendija de la ventana, tapiada con tablas y sacos de tierra, y vio<br />
las tanquetas alineadas en la calle y una doble fila de hombres en pie de guerra, con<br />
cascos, palos y máscaras. Comprendió que su abuelo no exageraba. Los demás<br />
también los habían visto y algunos temblaban. Alguien mencionó que había unas<br />
nuevas bombas, peores que las lacrimógenas, que provocaban una incontrolable<br />
cagantina, capaz de disuadir al más valiente con la pestilencia y el ridículo. A Alba la<br />
idea le pareció aterradora. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Sentía<br />
punzadas en el vientre y supuso que eran de miedo. Miguel la abrazó, pero eso no le<br />
sirvió de consuelo. Los dos estaban cansados y empezaban a sentir la mala noche en<br />
los huesos y en el alma,<br />
-No creo que se atrevan a entrar -dijo Sebastián Gómez-. El gobierno ya tiene<br />
bastantes problemas. No va a meterse con nosotros.<br />
-No sería la primera vez que carga contra los estudiantes -observó alguien.<br />
-La opinión pública no lo permitirá -replicó Gómez-. Ésta es una democracia. No es<br />
una dictadura y nunca lo será.<br />
-Uno siempre piensa que esas cosas pasan en otra parte -dijo Miguel-. Hasta que<br />
también nos pase a nosotros.<br />
El resto de la tarde transcurrió sin incidentes y en la noche todos estaban más<br />
tranquilos, a pesar de la prolongada incomodidad y del hambre. Las tanquetas seguían<br />
fijas en sus puestos. En los largos pasillos y las aulas los jóvenes jugaban al gato o a<br />
los naipes, descansaban tirados por el suelo y preparaban armas defensivas con palos<br />
y piedras. La fatiga se notaba en todos los rostros. Alba sentía cada vez más fuertes<br />
los retortijones en el vientre y pensó que si las cosas no se resolvían al día siguiente,<br />
no tendría más remedio que utilizar el hoyo en el patio. En la calle seguía lloviendo y la<br />
rutina de la ciudad continuaba imperturbable. A nadie parecía importar otra huelga de<br />
estudiantes y la gente pasaba delante de las tanquetas sin detenerse a leer las<br />
pancartas que colgaban de la fachada de la universidad. Los vecinos se acostumbraron<br />
rápidamente a la presencia de los carabineros armados y cuando cesó la lluvia salieron<br />
los niños a jugar a la pelota en el estacionamiento vacío que separaba el edificio de los<br />
destacamentos policiales. Por momentos, Alba tenía la sensación de estar en un barco<br />
a vela en un mar inmutable, sin una brisa, en una eterna y silenciosa espera, inmóvil,<br />
oteando el horizonte durante horas. La alegre camaradería del primer día se<br />
transformó en irritación y constantes discusiones a medida que transcurrió el tiempo y<br />
aumentó la incomodidad. Miguel registró todo el edificio y confiscó los víveres de la<br />
cafetería.<br />
-Cuando esto termine, se los pagaremos al concesionario. Es un trabajador como<br />
cualquier otro -dijo.<br />
Hacia frío. El único que no se quejaba de nada, ni siquiera de la sed, era Sebastián<br />
Gómez. Parecía tan incansable como Miguel, a pesar de que lo doblaba en edad y tenía<br />
aspecto de tuberculoso. Era el único profesor que quedó con los estudiantes cuando<br />
tomaron el edificio. Decían que sus piernas baldadas eran la consecuencia de una