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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

62<br />

Isabel Allende<br />

que había dedicado su vida a cuidar a una anciana que iba pudriéndose<br />

irremisiblemente, atender a Clara fue como entrar en la gloria. La bañaba en agua<br />

perfumada de albahaca y jazmín, la frotaba con una esponja, la enjabonaba, la<br />

friccionaba con agua de colonia, la empolvaba con un hisopo de plumas de cisne y le<br />

cepillaba el pelo hasta dejárselo brillante y dócil como una planta de mar, tal como<br />

antes lo había hecho la Nana.<br />

Mucho antes de que se apaciguara su impaciencia de marido reciente, Esteban<br />

Trueba tuvo que regresar a Las Tres Marías, donde no había puesto los pies desde<br />

hacía más de un año y que, a pesar de los esmeros de Pedro Segundo García,<br />

reclamaba la presencia del patrón. La propiedad, que antes le parecía un paraíso y era<br />

todo su orgullo, ahora le resultaba un fastidio. Miraba las vacas inexpresivas rumiando<br />

en los potreros, la lenta faena de los campesinos repitiendo los mismos gestos cada día<br />

a lo largo de sus vidas, el inmutable marco de la cordillera nevada y la frágil columna<br />

de humo del volcán y se sentía como un preso.<br />

Mientras él estaba en el campo, la vida en la gran <strong>casa</strong> de la esquina cambiaba para<br />

acomodarse a una suave rutina sin hombres. Férula era la primera en despertar,<br />

porque le había quedado el hábito de madrugar desde la época en que velaba junto a<br />

su madre enferma, pero dejaba dormir a su cuñada hasta tarde. A media mañana le<br />

llevaba personalmente el desayuno a la cama, abría las cortinas de seda azul para que<br />

entrara el sol entre los cristales, llenaba la bañera de porcelana francesa pintada con<br />

nenúfares, dándole tiempo a Clara para sacudirse la modorra saludando por turno a los<br />

espíritus presentes, atraer la bandeja y mojar las tostadas en el chocolate espeso.<br />

Luego la sacaba de la cama acariciándola con cuidados de madre y comentándole las<br />

noticias agradables del periódico, que cada día eran menos, así es que debía llenar las<br />

lagunas con chismes sobre los vecinos, pormenores domésticos y anécdotas<br />

inventadas que Clara encontraba muy bonitas y a los cinco minutos ya no recordaba,<br />

de modo que era posible volver a contarle lo mismo varias veces y ella se divertía<br />

como si fuera la primera.<br />

Férula la llevaba a pasear para que tomara el sol, le hace bien a la criatura; de<br />

compras, para que cuando nazca no le falte nada y tenga la ropa más fina del mundo;<br />

a almorzar al Club de Golf, para que todos vean lo bonita que te has puesto desde que<br />

te <strong>casa</strong>ste con mi hermano; a visitar a tus padres, para que no crean que los has<br />

olvidado; al teatro, para que no pases todo el día encerrada en la <strong>casa</strong>. Clara se dejaba<br />

conducir con una dulzura que no era imbecilidad, sino distracción y gastaba toda su<br />

capacidad de concentración en inútiles intentos de comunicarse telepáticamente con<br />

Esteban, que no recibía los mensajes, y en perfeccionar su propia clarividencia.<br />

Por primera vez desde que podía recordar, Férula se sentía feliz. Estaba más cerca<br />

de Clara de lo que nunca estuvo de nadie, ni siquiera de su madre. Una persona menos<br />

original que Clara, habría terminado por molestarse con los mimos excesivos y la<br />

constante preocupación de su cuñada, o habría sucumbido a su carácter dominante y<br />

meticuloso. Pero Clara vivía en otro mundo. Férula detestaba el momento en que su<br />

hermano regresaba del campo y su presencia llenaba toda la <strong>casa</strong>, rompiendo la<br />

armonía que se establecía en su ausencia. Con él en la <strong>casa</strong>, ella debía ponerse a la<br />

sombra y ser más prudente en la forma de dirigirse a los sirvientes, tanto como en las<br />

atenciones que prodigaba a Clara. Cada noche, en el momento en que los esposos se<br />

retiraban a sus habitaciones, se sentía invadida por un odio desconocido, que no podía<br />

explicar y que llenaba su alma de funestos sentimientos. Para distraerse retomaba el<br />

vicio de rezar el rosario en los conventillos y de confesarse con el padre Antonio.<br />

-Ave María Purísima.

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