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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

85<br />

Isabel Allende<br />

cepillo. Tenía sólo dos amores, su padre y la hija del patrón, a quien amó desde el día<br />

en que durmieron desnudos debajo de la mesa del comedor, en su tierna infancia. Y<br />

Blanca no se libró de la misma fatalidad. Cada vez que iba de vacaciones al campo y<br />

llegaba a Las Tres Marías en medio de la polvareda provocada por los coches cargados<br />

con el tumultoso equipaje, sentía el corazón batiéndole como un tambor africano de<br />

impaciencia y de ansiedad. Ella era la primera en saltar del vehículo y echar a correr<br />

hacia la <strong>casa</strong>, y siempre encontraba a Pedro Tercero García en el mismo sitio donde se<br />

vieron por primera vez, de pie en el umbral, medio oculto por la sombra de la puerta,<br />

tímido y hosco, con sus pantalones raídos, descalzo, sus ojos de viejo escrutando el<br />

camino para verla llegar. Los dos corrían, se abrazaban, se besaban, se reían, se<br />

daban trompadas cariñosas y rodaban por el suelo tirándose de los pelos y gritando de<br />

alegría.<br />

-¡Párate, chiquilla! ¡Deja a ese rotoso! -chillaba la Nana procurando separarlos.<br />

-Déjalos, Nana, son niños y se quieren -decía Clara, que sabía más.<br />

Los niños escapaban corriendo, iban a esconderse para contarse todo lo que habían<br />

acumulado durante esos meses de separación. Pedro le entregaba, avergonzado, unos<br />

animalitos tallados que había hecho para ella en trozos de madera y a cambio Blanca<br />

le daba los regalos que había juntado para él: un cortaplumas que se abría como una<br />

flor, un pequeño imán que atraía por obra de magia los clavos roñosos del suelo. El<br />

verano que ella llegó con parte del contenido del baúl de los libros mágicos del tío<br />

Marcos, tenía alrededor de diez años y todavía Pedro Tercero leía con dificultad, pero la<br />

curiosidad y el anhelo consiguieron lo que no había podido obtener la maestra a<br />

varillazos. Pasaron el verano leyendo acostados entre las cañas del río, entre los pinos<br />

del bosque, entre las espigas de los trigales, discutiendo las virtudes de Sandokan y<br />

Robin Hood, la mala suerte del Pirata Negro, las historias verídicas y edificantes del<br />

Tesoro de la juventud, el malicioso significado de las palabras prohibidas en el<br />

diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el sistema cardiovascular en<br />

láminas, donde podían ver a un tipo sin pellejo, con todas sus venas y el corazón<br />

expuestos a la vista, pero con calzones. En pocas semanas el niño aprendió a leer con<br />

voracidad. Entraron en el mundo ancho y profundo de las historias imposibles, los<br />

duendes, las hadas, los náufragos que se comen unos a otros después de echarlo a la<br />

suerte, los tigres que se dejan amaestrar por amor, los inventos fascinantes, las<br />

curiosidades geográficas y zoológicas, los países orientales donde hay genios en las<br />

botellas, dragones en las cuevas y princesas prisioneras en las torres. A menudo iban a<br />

visitar a Pedro García, el viejo, a quien el tiempo había gastado los sentidos. Se fue<br />

quedando ciego paulatinamente, una película celeste le cubría las pupilas, «son las<br />

nubes, que me están entrando por la vista», decía. Agradecía mucho las visitas de<br />

Blanca y Pedro Tercero, que era su nieto, pero él ya lo había olvidado. Escuchaba los<br />

cuentos que ellos seleccionaban de los libros mágicos y que tenían que gritarle al oído,<br />

porque también decía que el viento le estaba entrando por las orejas y por eso estaba<br />

sordo. A cambio, les enseñaba a inmunizarse contra las picadas de bichos malignos y<br />

les demostraba la eficacia de su antídoto, poniéndose un alacrán vivo en el brazo. Les<br />

enseñaba a buscar agua. Había que sujetar un palo seco con las dos manos y caminar<br />

tocando el suelo, en silencio, pensando en el agua y la sed que tiene el palo, hasta que<br />

de pronto, al sentir la humedad, el palo comenzaba a temblar. Allí había que cavar, les<br />

decía el viejo, pero aclaraba que ése no era el sistema que él empleaba para ubicar los<br />

pozos en el suelo de Las Tres Marías, porque él no necesitaba el palo. Sus huesos<br />

tenían tanta sed, que al pasar por el agua subterránea, aunque fuera profunda, su<br />

esqueleto se lo advertía. Les mostraba las yerbas del campo y los hacía olerlas,<br />

gustarlas, acariciarlas, para conocer su perfume natural, su sabor y su textura y así<br />

poder identificar a cada una según sus propiedades curativas: calmar la mente,

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