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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
El conde<br />
Capítulo VIII<br />
148<br />
Isabel Allende<br />
Ese período habría quedado sumido en la confusión de los recuerdos antiguos y<br />
desdibujados por el tiempo, a no ser por las cartas que intercambiaron Clara y Blanca.<br />
Esa nutrida correspondencia preservó los acontecimientos, salvándolos de la nebulosa<br />
de los hechos improbables. Desde la primera carta que recibió de su hija, después de<br />
su matrimonio, Clara pudo adivinar que la separación con Blanca no sería por mucho<br />
tiempo. Sin decirle a nadie, arregló una de las más asoleadas y amplias habitaciones<br />
de la <strong>casa</strong>, para esperarla. Allí instaló la cuna de bronce donde había criado a sus tres<br />
hijos.<br />
Blanca nunca pudo explicar a su madre las razones por las cuales había aceptado<br />
<strong>casa</strong>rse, porque ni ella misma las sabía. Analizando el pasado, cuando ya era una<br />
mujer madura, llegó a la conclusión de que la causa principal fue el miedo que sentía<br />
por su padre. Desde que era una criatura de pecho había conocido la fuerza irracional<br />
de su ira y estaba acostumbrada a obedecerle. Su embarazo y la noticia de que Pedro<br />
Tercero estaba muerto terminaron por decidirla; sin embargo, se propuso desde el<br />
momento que aceptó el enlace con Jean de Satigny que jamás consumaría el<br />
matrimonio. Iba a inventar toda suerte de argumentos para postergar la unión,<br />
pretextando al comienzo los malestares propios de su estado y después buscaría otros,<br />
segura de que sería mucho más fácil manejar a un marido como el conde, que usaba<br />
calzado de cabritilla, se ponía barniz en las uñas y estaba dispuesto a <strong>casa</strong>rse con una<br />
mujer preñada por otro, que oponerse a un padre como Esteban Trueba. De dos<br />
males, eligió el que le pareció menor. Se dio cuenta que entre su padre y el conde<br />
francés había un arreglo comercial en el que ella no tenía nada que decir. A cambio de<br />
un apellido para su nieto, Trueba dio a Jean de Satigny una dote suculenta y la<br />
promesa de que algún día recibiría una herencia. Blanca se prestó para la negociación,<br />
pero no estaba dispuesta a entregar a su marido ni su amor ni su intimidad, porque<br />
seguía amando a Pedro Tercero García, más por la fuerza del hábito, que por la<br />
esperanza de volverlo a ver.<br />
Blanca y su flamante marido pasaron la primera noche de <strong>casa</strong>dos en la cámara<br />
nupcial del mejor hotel de la capital, que Trueba hizo llenar de flores para hacerse<br />
perdonar por su hija el rosario de violencias con que la había castigado en los últimos<br />
meses. Para su sorpresa, Blanca no tuvo necesidad de fingir una jaqueca, porque una<br />
vez que se encontraron solos, Jean abandonó el papel de novio que le daba besitos en<br />
el cuello y elegía los mejores langostinos para dárselos en la boca, y pareció olvidar<br />
por completo sus seductores modales de galán del cine mudo, para transformarse en<br />
el hermano que había sido para ella en los paseos del campo, cuando iban a merendar<br />
sobre la yerba con la máquina fotográfica y los libros en francés. Jean entró al baño,<br />
donde se demoró tanto, que cuando reapareció en la habitación Blanca estaba medio<br />
dormida. Creyó estar soñando al ver que su marido se había cambiado el traje de<br />
matrimonio por un pijama de seda negra y un batín de terciopelo pompeyano, se había<br />
puesto una red para sujetar el impecable ondulado de su peinado y olía intensamente<br />
a colonia inglesa. No parecía tener ninguna impaciencia amatoria. Se sentó a su lado<br />
en la cama y le acarició la mejilla con el mismo gesto un poco burlón que ella había