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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

80<br />

Isabel Allende<br />

risueña como en todo lo demás, relajada y simple, pero ausente. Sabía que tenía su<br />

cuerpo para hacer todas las gimnasias aprendidas en los libros que escondía en un<br />

compartimiento de la biblioteca, pero hasta los pecados más abominables con Clara<br />

parecían retozos de recién nacido, porque era imposible salpicarlos con la sal de un<br />

mal pensamiento o la pimienta de la sumisión. Enfurecido, en algunas ocasiones<br />

Trueba volvió a sus antiguos pecados y tumbaba a una campesina robusta entre los<br />

matorrales durante las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños<br />

en la capital y él tenía que hacerse cargo del campo, pero el asunto, lejos de aliviarlo,<br />

le dejaba un mal sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialmente<br />

porque si se lo hubiera contado a su mujer, sabía que se habría escandalizado por el<br />

maltrato a la otra, pero en ningún caso por su infidelidad. Los celos, como muchos<br />

otros sentimientos propiamente humanos, a Clara no le incumbían. También fue al<br />

Farolito Rojo dos o tres veces, pero dejó de hacerlo porque ya no funcionaba con las<br />

prostitutas y tenía que tragarse la humillación con pretextos mascullados de que había<br />

tomado mucho vino, de que le cayó mal el almuerzo, de que hacía varios días que<br />

andaba resfriado. No volvió, sin embargo, a visitar a Tránsito Soto, porque presentía<br />

que ella contenía en sí misma el peligro de la adicción. Sentía un deseo insatisfecho<br />

bulléndole en las entrañas, un fuego imposible de apagar, una sed de Clara que nunca,<br />

ni aun en las noches más fogosas y prolongadas, conseguía saciar. Se dormía<br />

extenuado, con el -corazón-a punto de estallarle en el pecho, pero hasta en sus sueños<br />

estaba consciente de que la mujer que reposaba a su lado no estaba allí, sino en una<br />

dimensión desconocida a la que él jamás podría llegar. A veces perdía la paciencia y<br />

sacudía furioso a Clara, le gritaba los peores reclamos y terminaba llorando en su<br />

regazo y pidiendo perdón por su brutalidad. Clara comprendía, pero no podía<br />

remediarlo. El amor desmedido de Esteban Trueba por Clara fue sin duda el<br />

sentimiento más poderoso de su vida, mayor incluso que la rabia y el orgullo y medio<br />

siglo más tarde seguía invocándolo con el mismo estremecimiento y la misma<br />

urgencia. En su lecho de anciano la llamaría hasta el fin de sus días.<br />

Las intervenciones de Férula agravaron el estado de ansiedad en que se debatía<br />

Esteban. Cada obstáculo que su hermana atravesaba entre Clara y él, lo ponía fuera de<br />

sí. Llegó a detestar a sus propios hijos porque absorbían la atención de la madre, se<br />

llevó a Clara a una segunda luna de miel en los mismos sitios de la primera, se<br />

escapaban a hoteles por el fin de semana, pero todo era inútil. Se convenció de que la<br />

culpa de todo la tenía Férula, que había sembrado en su mujer un germen maléfico<br />

que le impedía amarlo y que, en cambio, robaba con caricias prohibidas lo que le<br />

pertenecía como marido. Se ponía lívido cuando sorprendía a Férula bañando a Clara,<br />

le quitaba la esponja de las manos, la despedía con violencia y sacaba a Clara del agua<br />

prácticamente en vilo, la zarandeaba, le prohibía que volviera a dejarse bañar, porque<br />

a su edad eso era un vicio, y terminaba secándola él, arropándola en su bata y<br />

llevándola a la cama con la sensación de que hacía el ridículo. Si Férula servía a su<br />

mujer una taza de chocolate, se la arrebataba de las manos con el pretexto de que la<br />

trataba como a una inválida, si le daba un beso de buenas noches, la apartaba de un<br />

manotazo diciendo que no era bueno besuquearse, si le elegía los mejores trozos de la<br />

bandeja, se separaba de la mesa enfurecido. Los dos hermanos llegaron a ser rivales<br />

declarados, se medían con miradas de odio, inventaban argucias para descalificarse<br />

mutuamente a los ojos de Clara, se espiaban; se celaban. Esteban descuidó de ir al<br />

campo y puso a Pedro Segundo García a cargo de todo, incluso de las vacas<br />

importadas, dejó de salir con sus amigos, de ir a jugar al golf, de trabajar, para vigilar<br />

día y noche los pasos de su hermana y plantársele al frente cada vez que se acercaba<br />

a Clara. La atmósfera de la <strong>casa</strong> se hizo irrespirable, densa y sombría y hasta la Nana

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