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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

146<br />

Isabel Allende<br />

parado en el umbral de la puerta, indeciso. En eso volvió Clara con una bandeja con<br />

café para los tres. -Supongo que le debemos una explicación, mamá-murmuró Jaime.<br />

-No, hijo -respondió Clara alegremente-. Si es pecado, prefiero que no me lo<br />

cuenten. Vamos a aprovechar para regalonear un poco a Amanda, que mucha falta le<br />

hace.<br />

Salió seguida por su hijo. Jaime vio a su madre avanzar por el corredor, descalza,<br />

con el pelo suelto en la espalda, arropada con su bata blanca y notó que no era alta y<br />

fuerte como la había visto en su infancia. Estiró la mano y la retuvo de un hombro. Ella<br />

volteó la cabeza, sonrió, y Jaime la abrazó compulsivamente, estrechándola contra su<br />

pecho, raspando su frente con el mentón donde su barba imposible ya reclamaba otra<br />

afeitada. Era la primera vez que le hacía una caricia espontánea desde que era una<br />

criatura prendida por necesidad a sus pechos y Clara se sorprendió al darse cuenta lo<br />

grande que era su hijo, con un tórax de levantador de pesas y unos brazos como<br />

martillos que la estrujaban en un gesto temeroso. Emocionada y feliz, se preguntó<br />

cómo era posible que ese hombronazo peludo con la fuerza de un oso y el candor de<br />

una novicia, hubiera estado alguna vez en su barriga y además en compañía de otro.<br />

En los días siguientes Amanda tuvo fiebre. Jaime, asustado, vigilaba a toda hora y le<br />

administraba sulfa. Clara la cuidaba. No dejó de observar que Nicolás preguntaba por<br />

ella discretamente, pero no hacía ningún amago de visitarla, en cambio Jaime se<br />

encerraba con ella, le prestaba sus libros más queridos y andaba como iluminado,<br />

hablando incoherencias y rondando por la <strong>casa</strong> como nunca lo había hecho, hasta el<br />

punto que el jueves olvidó la reunión de los socialistas.<br />

Así fue como Amanda pasó a formar parte de la familia durante un tiempo y como<br />

Miguelito, por una circunstancia especial, estuvo presente escondido en el armario, el<br />

día que nació Alba en la <strong>casa</strong> de los Trueba y nunca más olvidó el grandioso y terrible<br />

espectáculo de la criatura apareciendo al mundo envuelta en sus mucosidades<br />

ensangrentadas, entre los gritos de su madre y el alboroto de mujeres que se<br />

afanaban a su alrededor.<br />

Entretanto, Esteban Trueba había partido de viaje a Norteamérica. Cansado del<br />

dolor de huesos y de aquella secreta enfermedad que sólo él percibía, tomó la decisión<br />

de hacerse examinar por médicos extranjeros, porque había llegado a la prematura<br />

conclusión de que los doctores latinos eran todos unos charlatanes más cercanos al<br />

brujo aborigen que al científico. Su empequeñecimiento era tan sutil, tan lento y<br />

solapado, que nadie más se había dado cuenta. Tenía que comprar los zapatos un<br />

número más chico, tenía que hacer acortar los pantalones y mandar hacer alforzas a<br />

las mangas de sus camisas. Un día se puso el calañé que no había usado en todo el<br />

verano y vio que le cubría completamente las orejas, de donde dedujo horrorizado que<br />

si estaba encogiendo el tamaño de su cerebro, probablemente también se achicarían<br />

sus ideas. Los médicos gringos le midieron el cuerpo, le pesaron las presas una por<br />

una, lo interrogaron en inglés, le inyectaron líquidos con una aguja y se los extrajeron<br />

con otra, lo fotografiaron, lo dieron vuelta al revés como un guante y hasta le metieron<br />

una lámpara por el ano. Al final concluyeron que eran puras ideas suyas, que no<br />

pensaba estarse encogiendo, que siempre había tenido el mismo tamaño y que<br />

seguramente había soñado que alguna vez midió un metro ochenta y calzó cuarenta y<br />

dos. Esteban Trueba acabó de perder la paciencia y regresó a su patria dispuesto a no<br />

prestar atención al problema de la estatura, puesto que todos los grandes políticos de<br />

la historia habían sido pequeños, desde Napoleón hasta Hitler. Cuando llegó a su <strong>casa</strong>,<br />

vio a Miguel jugando en el jardín y a Amanda más delgada y ojerosa, desprovista de<br />

sus collares y sus pulseras, sentada con Jaime en la terraza. No hizo preguntas,

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