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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
215<br />
Isabel Allende<br />
-¿Cómo se siente, compañero? -preguntaron.<br />
-¡Hijos de puta! ¡Yo no soy compañero de nadie! -bramó el viejo tratando de<br />
incorporarse.<br />
Tanto se debatió y gritó, que soltaron sus ligaduras y lo ayudaron a pararse, pero<br />
cuando quiso salir, vio que las ventanas estaban tapiadas por fuera y la puerta cerrada<br />
con llave. Trataron de explicarle que las cosas habían cambiado y ya no era el amo,<br />
pero no quiso escuchar a nadie. Echaba espuma por la boca y el corazón amenazaba<br />
con estallarle, lanzaba improperios como un demente, amenazando con tales castigos<br />
y venganzas, que los otros terminaron por echarse a reír. Por último, aburridos, lo<br />
dejaron solo encerrado en el comedor. Esteban Trucha se derrumbó en una silla,<br />
agotado por el tremendo esfuerzo. Horas después se enteró de que se había<br />
convertido en un rehén y que querían filmarlo para la televisión. Advertidos por el<br />
chofer, sus dos guardaespaldas y algunos jóvenes exaltados de su partido habían<br />
hecho el viaje hasta Las Tres Marías, armados con palos, manoplas y cadenas, para<br />
rescatarlo, pero se encontraron con la guardia redoblada en el portón, encañonados<br />
por la misma metralleta que el senador Trucha les había proporcionado.<br />
-Al compañero rehén no se lo lleva nadie -dijeron los campesinos, y para dar énfasis<br />
a sus palabras los corrieron a tiros.<br />
Apareció un camión de la televisión a filmar el incidente y los inquilinos, que nunca<br />
habían visto nada semejante, lo dejaron entrar y posaron para las cámaras con sus<br />
más amplias sonrisas, rodeando al prisionero. Esa noche todo el país pudo ver en sus<br />
pantallas al máximo representante de la oposición amarrado, echando espumarajos de<br />
rabia y bramando tales palabrotas que tuvo que actuar la censura. El presidente<br />
también lo vio y el asunto no le hizo gracia, porque vio que podía ser el detonante que<br />
haría estallar el polvorín donde se asentaba su gobierno en precario equilibrio. Mandó a<br />
los carabineros a rescatar al senador. Cuando éstos llegaron al fundo, los campesinos,<br />
envalentonados por el apoyo de la prensa, no los dejaron entrar. Exigieron una orden<br />
judicial. El juez de la provincia, viendo que podía meterse en un lío y salir también en<br />
la televisión vilipendiado por los reporteros de izquierda, se fue apresuradamente a<br />
pescar. Los carabineros tuvieron que limitarse a esperar al otro lado del portón de Las<br />
Tres Marías, hasta que mandaran la orden de la capital. ,<br />
Blanca y Alba se enteraron, como todo el mundo, porque lo vieron en el noticiario.<br />
Blanca esperó hasta el día siguiente sin hacer comentarios, pero al ver que tampoco<br />
los carabineros habían podido rescatar al abuelo, decidió que había llegado el momento<br />
de volver a encontrarse con Pedro Tercero García.<br />
-Quítate esos pantalones roñosos y ponte un vestido decente -ordenó a Alba.<br />
Se presentaron ambas en el ministerio sin haber pedido cita. Un secretario intentó<br />
detenerlas en la antesala, pero Blanca lo eliminó de un empujón y pasó con tranco<br />
firme llevando a su hija a remolque. Abrió la puerta sin golpear e irrumpió en la oficina<br />
de Pedro Tercero, a quien no veía desde hacía dos años. Estuvo a punto de retroceder,<br />
creyendo que se había equivocado. En tan corto plazo, el hombre de su vida había<br />
adelgazado y envejecido, parecía muy cansado y triste, tenía el pelo todavía negro,<br />
pero más ralo y corto, se había podado su hermosa barba y estaba vestido con un<br />
traje gris de funcionario y una mustia corbata del mismo color. Sólo por la mirada de<br />
sus antiguos ojos negros Blanca lo reconoció.<br />
-¡Jesús! ¡Cómo has cambiado...! -balbuceó.<br />
A Pedro Tercero, en cambio, ella le pareció más hermosa de lo que recordaba, como<br />
si la ausencia la hubiera rejuvenecido. En ese plazo él había tenido tiempo de<br />
arrepentirse de su decisión y de descubrir que sin Blanca había perdido hasta el gusto