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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
Isabel Allende<br />
en el sufrimiento de la vida y la mecánica de la respiración, pero Amanda, que había<br />
leído sobre las costumbres de las tribus africanas v predicaba la vuelta a la naturaleza,<br />
le arrebató la recién nacida de las enanos y la colocó amorosamente sobre el vientre<br />
tibio de su madre, donde encontró algún consuelo a la tristeza de nacer. Madre e hija<br />
permanecieron descansando, desnudas y abrazadas, mientras los demás limpiaban los<br />
vestigios del parto v se afanaban con las sábanas nuevas y los primeros pañales. En la<br />
emoción de esos momentos, nadie se fijó en la puerta entreabierta del armario, donde<br />
el pequeño Miguel observaba la escena paralizado de miedo, grabando para siempre<br />
en su memoria la visión del gigantesco globo atravesado de venas y coronado por un<br />
ombligo sobresaliente, de donde salió aquel ser amoratado, envuelto en una horrenda<br />
tripa azul.<br />
Inscribieron a Alba en el Registro Civil y en los libros de la parroquia, con el apellido<br />
francés de su padre, pero ella no llegó a usarlo, porque el de su madre era más fácil de<br />
deletrear. Su abuelo, Esteban Trueba, jamás estuvo de acuerdo con ese mal hábito,<br />
porque, tal como decía cada vez que le daban la oportunidad, se había tomado muchas<br />
molestias para que la niña tuviera un padre conocido y un apellido respetable y no<br />
tuviera que usar el de la madre, como si fuera hija de la vergüenza y del pecado.<br />
Tampoco permitió que se dudara de la legítima paternidad del conde y siguió<br />
esperando, contra toda lógica, que tarde o temprano se notara la elegancia de modales<br />
y el fino encanto del francés en la silenciosa y desmañada nieta que deambulaba por<br />
su <strong>casa</strong>. Clara tampoco hizo mención del asunto hasta mucho tiempo después, en una<br />
ocasión en que vio a la niña jugando entre las destruidas estatuas del jardín y se dio<br />
cuenta de que no se parecía a nadie de la familia y mucho menos a Jean de Satigny.<br />
-¿A quién habrá sacado esos ojos de viejo? -preguntó la abuela. -Los ojos son del<br />
padre -respondió Blanca distraídamente. -Pedro Tercero García, supongo -dijo Clara.<br />
-Ajá -asintió Blanca.<br />
Fue la única vez que se habló del origen de Alba en el seno de la familia, porque tal<br />
como Clara anotó, el asunto carecía por completo de importancia, ya que de todos<br />
modos, Jean de Satigny había desaparecido de sus vidas. No volvieron a saber de él y<br />
nadie se tomó la molestia de averiguar su paradero, ni siquiera para legalizar la<br />
situación de Blanca, que carecía de las libertades de una soltera y tenía todas las<br />
limitaciones de una mujer <strong>casa</strong>da, pero no tenía marido. Alba nunca vio un retrato del<br />
conde, porque su madre no dejó ningún rincón de la <strong>casa</strong> sin revisar, hasta destruirlos<br />
todos, incluso aquellos en que aparecía de su brazo el día de la boda. Había tomado la<br />
decisión de olvidar al hombre con quien se casó y hacer cuenta que nunca existió. No<br />
volvió a hablar de él y tampoco ofreció una explicación por su huida del domicilio<br />
conyugal. Clara, que había pasado nueve años muda, conocía las ventajas del silencio,<br />
de modo que no hizo preguntas a su hija y colaboró en la tarea de borrar a Jean de<br />
Satigny de los recuerdos. A Alba le dijeron que su padre había sido un noble caballero,<br />
inteligente y distinguido, que tuvo la desgracia de morir de fiebre en el desierto del<br />
Norte. Fue uno de los pocos infundios que tuvo que soportar en su infancia, porque en<br />
todo lo demás estuvo en estrecho contacto con las prosaicas verdades de la existencia.<br />
Su tío Jaime se encargó de destruir el mito de los niños que surgen de los repollos o<br />
son transportados desde París por las cigüeñas y su tío Nicolás el de los Reyes Magos,<br />
las hadas y los cucos. Alba tenía pesadillas en las que veía la muerte de su padre.<br />
Soñaba con un hombre joven, hermoso y enteramente vestido de blanco, con zapatos<br />
de charol del mismo color y un sombrero de pajilla, caminando por el desierto a pleno<br />
sol. En su sueño, el caminante acortaba el paso, vacilaba, iba más y más lento,<br />
tropezaba y caía, se levantaba y volvía a caer, abrasado por el calor, la fiebre y la sed.<br />
Se arrastraba de rodillas un trecho sobre las ardientes arenas, pero finalmente<br />
quedaba tendido en la inmensidad de aquellas dunas lívidas, con las aves de rapiña<br />
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