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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

133<br />

Isabel Allende<br />

vocación religiosa. Le parecía que cualquier diversión que lo apartara de sus libros o le<br />

quitara su tiempo, era una traición a la humanidad que había jurado servir. «Este niño<br />

debió haberse metido a cura», decía Clara. Para Jaime, a quien los votos de humildad,<br />

pobreza y castidad del sacerdote no habrían molestado, la religión era la causa de la<br />

mitad de las desgracias del mundo, de modo que cuando su madre opinaba así, se<br />

ponía furioso. Decía que el cristianismo, como casi todas las supersticiones, hacía al<br />

hombre más débil y resignado y que no había que esperar una recompensa en el cielo,<br />

sino pelear por sus derechos en la tierra. Estas cosas las discutía a solas con su madre,<br />

porque era imposible hacerlo con Esteban Trueba, que perdía rápidamente la paciencia<br />

y acababa a gritos y portazos, porque, como él decía, ya estaba harto de vivir entre<br />

puros locos y lo único que quería era un poco de normalidad, pero había tenido la mala<br />

suerte de <strong>casa</strong>rse con una excéntrica y engendrar tres chiflados buenos para nada que<br />

le amargaban la existencia. Jaime no discutía con su padre. Pasaba por la <strong>casa</strong> como<br />

una sombra, daba un beso distraído a su madre cuando la veía y se dirigía<br />

directamente a la cocina, comía de pie las sobras de los demás y luego se encerraba<br />

en su habitación a leer o estudiar. Su dormitorio era un túnel de libros, todas las<br />

paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo, de estanterías de madera<br />

repletas de volúmenes que nadie limpiaba, porque él mantenía la puerta con llave.<br />

Eran nidos ideales para las arañas y los ratones. Al centro de la pieza estaba su cama,<br />

un camastro de conscripto, iluminado por un bombillo desnudo qué colgaba del techo<br />

sobre la cabecera. Durante un temblor de tierra que Clara olvidó predecir, se sintió un<br />

estrépito de tren descarrilado y cuando pudieron abrir la puerta, vieron que la cama<br />

estaba enterrada debajo de una montaña de libros. Se habían desprendido las<br />

estanterías y Jaime quedó aplastado por ellas. Lo rescataron sin un rasguño. Mientras<br />

Clara quitaba los libros, se acordaba del terremoto y pensaba que ese momento ya lo<br />

había vivido. La ocasión sirvió para sacudir el polvo al zocucho y espantar los bichos y<br />

pajarracos a escobazos.<br />

Las únicas veces que Jaime enfocaba la vista para percibir la realidad de su <strong>casa</strong>,<br />

era cuando veía pasar a Amanda de la mano de Nicolás. Muy pocas veces le dirigía la<br />

palabra y enrojecía violentamente si ella lo hacía. Desconfiaba de su exótica apariencia<br />

y estaba convencido que si se peinaba como todo el mundo y se quitaba la pintura de<br />

los ojos, se vería como un ratón flaco y verdoso. Sin embargo, no podía dejar de<br />

mirarla. La sonajera de pulseras que acompañaba a la joven lo distraía de sus estudios<br />

y tenía que hacer un gran esfuerzo para no seguirla por la <strong>casa</strong> como una gallina<br />

hipnotizada. Solo, en su cama, sin poder concentrarse en la lectura, imaginaba a<br />

Amanda desnuda, envuelta en su pelo negro, con todos sus adornos ruidosos, como un<br />

ídolo. Jaime era un solitario. Fue un niño huraño y más tarde un hombre tímido. No se<br />

amaba a sí mismo y tal vez por eso pensaba que no merecía el amor de los demás. La<br />

menor demostración de solicitud o agradecimiento hacia él, lo avergonzaba y lo hacía<br />

sufrir. Amanda representaba la esencia de todo lo femenino y, por ser la compañera de<br />

Nicolás, de todo lo prohibido. La personalidad libre, afectuosa y aventurera de la joven<br />

mujer lo fascinaba y su aspecto de ratón disfrazado provocaba en él un ansia<br />

tormentosa de protegerla. La deseaba dolorosamente, pero nunca se atrevió a<br />

admitirlo, ni en lo más secreto de sus pensamientos.<br />

En esa época Amanda frecuentaba mucho la <strong>casa</strong> de los Trueba. En el periódico<br />

tenía un horario flexible y cada vez que podía, llegaba a la gran <strong>casa</strong> de la esquina con<br />

su hermano Miguel, sin que la presencia de ambos llamara la atención en aquel<br />

caserón siempre lleno de gente y de actividad. Miguel tendría entonces alrededor de<br />

cinco años, era discreto y limpio, no producía ningún alboroto, pasaba desapercibido,<br />

confundiéndose con el diseño del papel de las paredes y con los muebles, jugaba solo<br />

en el jardín y seguía a Clara por toda la <strong>casa</strong> llamándola mamá. Por eso, y porque a

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