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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
200<br />
Isabel Allende<br />
esfuerzo para interesarse otra vez en los estudios y él se volcó nuevamente a su tarea<br />
política, porque los acontecimientos estaban precipitándose y el país estaba jalonado<br />
por las luchas ideológicas. Miguel alquiló un pequeño departamento cerca de su<br />
trabajo, donde se juntaban para amarse, porque en el año que pasaron desnudos<br />
brincando por el sótano contrajeron ambos una bronquitis crónica que restaba una<br />
buena parte del encanto a su paraíso subterráneo. Alba ayudó a decorarlo, poniendo<br />
cojines caseros y afiches políticos por todos lados y hasta llegó a sugerir que podría<br />
irse a vivir con él, pero en ese punto Miguel fue inflexible.<br />
-Se avecinan tiempos muy malos, mi amor -explicó-. No puedo tenerte conmigo,<br />
porque cuando sea necesario, entraré en la guerrilla.<br />
-Iré contigo adonde sea -prometió ella.<br />
-A eso no se va por amor, sino por convicción política y tú no la tienes -replicó<br />
Miguel-. No podemos darnos el lujo de aceptar aficionados.<br />
A Alba aquello le pareció brutal y tuvieron que pasar algunos años para que pudiera<br />
comprenderlo en toda su magnitud.<br />
El senador Trueba ya estaba en edad de retirarse, pero esa idea no le pasaba por la<br />
cabeza. Leía el periódico del día y mascullaba entre dientes. Las cosas habían<br />
cambiado mucho en esos años y sentía que los acontecimientos lo sobrepasaban,<br />
porque no pensó que iba a vivir tanto como para tener que enfrentarlos. Había nacido<br />
cuando no existía la luz eléctrica en la ciudad y le había tocado ver por televisión a un<br />
hombre paseando por la luna, pero ninguno de los sobresaltos de su larga vida lo<br />
habían preparado para enfrentar la revolución que se estaba gestando en su país, bajo<br />
sus propias barbas, y que tenía a todo el mundo convulsionado.<br />
El único que no hablaba de lo que estaba ocurriendo, era Jaime. Para evitar las<br />
peleas con su padre había adquirido el hábito del silencio y pronto descubrió que le<br />
resultaba más cómodo no hablar. Las pocas veces que abandonaba su laconismo<br />
trapense era cuando Alba iba a visitarlo en su túnel de libros. Su sobrina llegaba en<br />
camisa de dormir, con el pelo mojado después de la ducha, y se sentaba a los pies de<br />
su cama a contarle asuntos felices, porque, tal como ella decía, él era un imán para<br />
atraer los problemas ajenos y las miserias irremediables, y era necesario que alguien<br />
lo pusiera al día sobre la primavera y el amor. Sus buenas intenciones se estrellaban<br />
con la urgencia de discutir con su tío todo lo que la preocupaba. Nunca estaban de<br />
acuerdo. Compartían los mismos libros, pero a la hora de analizar lo que habían leído,<br />
tenían opiniones totalmente encontradas. Jaime se burlaba de sus ideas políticas, de<br />
sus amigos barbudos y la regañaba por haberse enamorado de un terrorista de cafetín.<br />
Era el único en la <strong>casa</strong> que conocía la existencia de Miguel.<br />
-Dile a ese mocoso que venga un día a trabajar conmigo en el hospital, a ver si le<br />
quedan ganas de andar perdiendo el tiempo con panfletos y discursos -decía a Alba.<br />
-Es abogado, tío, no médico -replicaba ella.<br />
-No importa. Allá necesitamos cualquier cosa. Hasta un fontanero nos sirve.<br />
Jaime estaba seguro que triunfarían finalmente los socialistas, después de tantos<br />
años de lucha. Lo atribuía a que el pueblo había tomado conciencia de sus necesidades<br />
y de su propia fuerza. Alba repetía las palabras de Miguel, que sólo a través de la<br />
guerra se podía vencer a la burguesía. Jaime tenía horror de cualquier forma de<br />
extremismo y sostenía que los guerrilleros sólo se justifican en las tiranías, donde no<br />
queda más remedio que batirse a tiros, pero que son una aberración en un país donde<br />
los cambios se pueden obtener por votación popular.