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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

237<br />

Isabel Allende<br />

delante de una barrera de carabineros, sin que nadie los detuviera. En el portón de la<br />

nunciatura había doble guardia, pero al reconocer al senador Trueba y ver la placa<br />

diplomática del automóvil, los dejaron pasar con un saludo. Detrás del portón, a salvo<br />

en la sede del Vaticano, sacaron a Pedro Tercero, rescatándolo debajo de una montaña<br />

de hojas de lechuga y de tomates reventados. Lo condujeron a la oficina del nuncio,<br />

que lo esperaba vestido con su sotana obispal y provisto de un flamante salvoconducto<br />

para enviarlo al extranjero junto a Blanca, quien había decidido vivir en el exilio el<br />

amor postergado desde su niñez. El nuncio les dio la bienvenida. Era un admirador de<br />

Pedro Tercero García y tenía todos sus discos.<br />

Mientras el sacerdote y el embajador nórdico discutían sobre la situación<br />

internacional, la familia se despidió. Blanca y Alba lloraban con desconsuelo. Nunca<br />

habían estado separadas. Esteban Trueba abrazó largamente a su hija, sin lágrimas,<br />

pero con la boca apretada, tembloroso, esforzándose por contener los sollozos.<br />

-No he sido un buen padre para usted, hija -dijo-. ¿Cree que podrá perdonarme y<br />

olvidar el pasado?<br />

-¡Lo quiero mucho, papá! -lloró Blanca echándole los brazos al cuello, estrechándolo<br />

con desesperación, cubriéndolo de besos.<br />

Después el viejo se volvió hacia Pedro Tercero y lo miró a los ojos. Le tendió la<br />

mano, pero no supo estrechar la del otro, porque le faltaban algunos dedos. Entonces<br />

abrió los brazos y los dos hombres, en un apretado nudo, se despidieron, libres al fin<br />

de los odios y los rencores que por tantos años les habían ensuciado la existencia.<br />

-Cuidaré de su hija y trataré de hacerla feliz, señor -dijo Pedro Tercero García con la<br />

voz quebrada.<br />

-No lo dudo. Váyanse en paz, hijos -murmuró el anciano.<br />

Sabía que no volvería a verlos.<br />

El senador Trueba se quedó solo en la <strong>casa</strong> con su nieta y algunos empleados. Al<br />

menos así lo creía él. Pero Alba había decidido adoptar la idea de su madre y usaba la<br />

parte abandonada de la <strong>casa</strong> para esconder gente por una o dos noches, hasta<br />

encontrar otro lugar más seguro o la forma de sacarla del país. Ayudaba a los que<br />

vivían en las sombras, huyendo en el día, mezclados con el bullicio de la ciudad, pero<br />

que, al caer la noche, debían estar ocultos, cada vez en una parte diferente. Las horas<br />

más peligrosas eran durante el toque de queda, cuando los fugitivos no podían salir a<br />

la calle y la policía podía cazarlos a su antojo. Alba pensó que la <strong>casa</strong> de su abuelo era<br />

el último sitio que allanarían. Poco a poco transformó los, cuartos vacíos en un<br />

laberinto de rincones secretos donde escondía a sus protegidos, a veces familias<br />

completas. El senador Trueba sólo ocupaba la biblioteca, el baño y su dormitorio. Allí<br />

vivía rodeado de sus muebles de caoba, sus vitrinas victorianas y sus alfombras<br />

persas. Incluso para un hombre tan poco propenso a las corazonadas como él, aquella<br />

mansión sombría era inquietante: parecía contener un monstruo oculto. Trueba no<br />

comprendía la causa de su desazón, porque él sabía que los ruidos extraños que los<br />

sirvientes decían oír, provenían de Clara que vagaba por la <strong>casa</strong> en compañía de sus<br />

espíritus amigos. Había sorprendido a menudo a su mujer deslizándose por los salones<br />

con su blanca túnica y su risa de muchacha. Fingía no verla, se quedaba inmóvil y<br />

hasta dejaba de respirar, para no asustarla. Si cerraba los ojos haciéndose el dormido,<br />

podía sentir el roce tenue de sus dedos en la frente, su aliento fresco pasar como un<br />

soplo, el roce de su pelo al alcance de la mano. No tenía motivos para sospechar algo<br />

anormal, sin embargo procuraba no aventurarse en la región encantada que era el<br />

reino de su mujer y lo más lejos que llegaba era la zona neutral de la cocina. Su

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