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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

153<br />

Isabel Allende<br />

Jean había organizado su negocio con la misma tenacidad que antes empleó en el<br />

asunto de las chinchillas, pero con más éxito. Aparte de un sacerdote alemán que<br />

llevaba treinta años recorriendo la región para desenterrar el pasado de los incas,<br />

nadie más se había preocupado de esas reliquias, por considerarlas carentes de valor<br />

comercial. El Gobierno prohibía el tráfico de antigüedades indígenas y había entregado<br />

una concesión general al cura, quien estaba autorizado para requisar las piezas y<br />

llevarlas al museo. Jeán las vio por primera vez en las polvorientas vitrinas del museo.<br />

Pasó dos días con el alemán, quien feliz de encontrar después de tantos años a una<br />

persona interesada en su trabajo, no tuvo reparos en revelar sus vastos<br />

conocimientos. Así se enteró de la forma como se podía precisar el tiempo que<br />

llevaban enterrados, aprendiendo a diferenciar las épocas y los estilos, descubrió el<br />

modo de ubicar los cementerios en el desierto por medio de señales invisibles al ojo<br />

civilizado y llegó finalmente a la conclusión de que si bien esos cacharros no tenían el<br />

dorado esplendor de las tumbas egipcias, al menos tenían su mismo valor histórico.<br />

Una vez que obtuvo toda la información que necesitaba, organizó sus cuadrillas de<br />

indios para desenterrar cuanto hubiera escapado al celo arqueológico del cura.<br />

Los magníficos huacos, verdes por la pátina del tiempo, empezaron a llegar a su<br />

<strong>casa</strong> disimulados en bultos de indios y alforjas de llamas, llenando rápidamente los<br />

lugares secretos dispuestos para ellos. Blanca los veía amontonarse en los cuartos y<br />

quedaba maravillada por sus formas. Los sostenía en las manos, acariciándolos como<br />

hipnotizada y cuando los embalaban en paja y papel para enviarlos a destinos lejanos<br />

y desconocidos, se sentía acongojada. Esa alfarería le parecía demasiado hermosa.<br />

Sentía que los monstruos de sus Nacimientos no podían estar bajo el mismo techo que<br />

los huacos, y por eso, más que por ninguna otra razón, abandonó su taller.<br />

El negocio de las gredas indígenas era secreto, puesto que eran patrimonio histórico<br />

de la nación. Trabajaban para Jean de Satigny varias cuadrillas de indios que habían<br />

llegado allí deslizándose clandestinamente por los intrincados pasos de la frontera. No<br />

tenían documentos que los acreditaran como seres humanos, eran silenciosos, toscos e<br />

impenetrables. Cada vez que Blanca preguntaba de dónde salían esos seres que<br />

aparecían súbitamente en su patio, le respondían que eran primos del que servía la<br />

mesa y, en efecto, todos se parecían. No duraban mucho en la <strong>casa</strong>. La mayor parte<br />

del tiempo estaban en el desierto, sin más equipaje que una pala para excavar la<br />

arena y una bola de coca en la boca para mantenerse vivos. A veces tenían la suerte<br />

de encontrar las ruinas semienterradas en un pueblo de los incas y en poco tiempo<br />

llenaban las bodegas de la <strong>casa</strong> con lo que robaban en sus excavaciones. La búsqueda,<br />

transporte y comercialización de esta mercadería se hacía en forma tan cautelosa, que<br />

Blanca no tuvo la menor duda de que había algo ilegal detrás de las actividades de su<br />

marido. Jean le explicó que el Gobierno era muy susceptible respecto a los cántaros<br />

mugrientos y los míseros collares de piedrecitas del desierto y que para evitar<br />

tramitaciones eternas de la burocracia oficial, prefería negociarlos a su modo. Los<br />

sacaba del país en cajas selladas con etiquetas de manzanas, gracias a la complicidad<br />

interesada de algunos inspectores de la aduana.<br />

Todo eso a Blanca la tenía sin cuidado. Sólo la preocupaba el asunto de las momias.<br />

Estaba familiarizada con los muertos, porque había pasado toda su vida en estrecho<br />

contacto con ellos a través de la mesa de tres patas, donde su madre los invocaba.<br />

Estaba acostumbrada a ver sus siluetas transparentes paseando por los corredores de<br />

la <strong>casa</strong> de sus padres, metiendo ruido en los roperos y apareciendo en los sueños para<br />

pronosticar desgracias o los premios de la lotería. Pero las momias eran diferentes.<br />

Esos seres encogidos, envueltos en trapos que se deshacían en hilachas polvorientas,<br />

con sus cabezas descarnadas y amarillas, sus manitas arrugadas, sus párpados<br />

cosidos, sus pelos ralos en la nuca, sus eternas y terribles sonrisas sin labios, su olor a

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