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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

81<br />

Isabel Allende<br />

andaba como espirituada. La única que permanecía ajena por completo a lo que estaba<br />

sucediendo, era Clara, que en su distracción e inocencia, no se daba cuenta de nada.<br />

El odio de Esteban y Férula demoró mucho tiempo en estallar. Empezó como un<br />

malestar disimulado y un deseo de ofenderse en los pequeños detalles, pero fue<br />

creciendo hasta que ocupó toda la <strong>casa</strong>. Ese verano Esteban tuvo que ir a Las Tres<br />

Marías porque justamente en el momento de la cosecha, Pedro Segundo García se<br />

cayó del caballo y fue a parar con la cabeza rota al hospital de las monjas. Apenas se<br />

recuperó su administrador, Esteban regresó a la capital sin avisar. En el tren iba con<br />

un presentimiento atroz, con un deseo inconfesado de que ocurriera algún drama, sin<br />

saber que el drama ya había comenzado cuando él lo deseó. Llegó a la ciudad a media<br />

tarde, pero se fue directamente al Club, donde jugó unas partidas de brisca y cenó, sin<br />

conseguir calmar su inquietud y su impaciencia, aunque no sabía lo que estaba<br />

esperando. Durante la cena hubo un ligero temblor de tierra, las lámparas de lágrimas<br />

se bambolearon con el usual campanilleo del cristal, pero nadie levantó la vista, todos<br />

siguieron comiendo y los músicos tocando sin perder ni una nota, excepto Esteban<br />

Trueba, que se sobresaltó como si aquello hubiera sido un aviso. Terminó de comer<br />

aprisa, pidió la cuenta y salió.<br />

Férula, que en general tenía sus nervios bajo control, nunca había podido habituarse<br />

a los temblores. Llegó a perder el miedo a los fantasmas que Clara invocaba y a los<br />

ratones en el campo, pero los temblores la conmovían hasta los huesos y mucho<br />

después que habían pasado ella seguía estremecida. Esa noche todavía no se había<br />

acostado y corrió a la pieza de Clara, que había tomado su infusión de tilo y estaba<br />

durmiendo plácidamente. Buscando un poco de compañía y calor, se acostó a su lado<br />

procurando no despertarla y murmurando oraciones silenciosas para que aquello no<br />

fuera a degenerar en un terremoto. Allí la encontró Esteban Trueba. Entró a la <strong>casa</strong> tan<br />

sigiloso como un bandido, subió al dormitorio de Clara sin encender las luces y<br />

apareció como una tromba ante las dos mujeres amodorradas, que lo creían en Las<br />

Tres Marías. Se abalanzó sobre su hermana con la misma rabia con que lo hubiera<br />

hecho si fuera el seductor de su esposa y la sacó de la cama a tirones, la arrastró por<br />

el pasillo, la bajó a empujones por la escalera y la introdujo a viva fuerza en la<br />

biblioteca mientras Clara, desde la puerta de su habitación clamaba sin comprender lo<br />

que había ocurrido. A solas con Férula, Esteban descargó su furia de marido<br />

insatisfecho y gritó a su hermana lo que nunca debió decirle, desde marimacho hasta<br />

meretriz, acusándola de pervertir a su mujer, de desviarla con caricias de solterona, de<br />

volverla lunática, distraída, muda y espiritista con artes de lesbiana, de refocilarse con<br />

ella en su ausencia, de manchar hasta el nombre de los hijos, el honor de la <strong>casa</strong> y la<br />

memoria de su santa madre, que ya estaba harto de tanta maldad y que la echaba de<br />

su <strong>casa</strong>, que se fuera inmediatamente, que no quería volver a verla nunca más y le<br />

prohibía que se acercara a su mujer y a sus hijos, que no le faltaría dinero para<br />

subsistir con decencia mientras él viviera, tal como se lo había prometido una vez,<br />

pero que si volvía a verla rondando a su familia, la iba a matar, que se lo metiera<br />

adentro de la cabeza. ¡Te juro por nuestra madre que te mato!<br />

-¡Te maldigo, Esteban! -le gritó Férula-. ¡Siempre estarás solo, se te encogerá el<br />

alma y el cuerpo y te morirás como un perro!<br />

Y salió para siempre de la gran <strong>casa</strong> de la esquina, en camisa de dormir y sin llevar<br />

nada consigo.<br />

Al día siguiente Esteban Trueba se fue a ver al padre Antonio y le contó lo que había<br />

pasado, sin dar detalles. El sacerdote le escuchó blandamente con la impasible mirada<br />

de quien ya había oído antes el cuento.<br />

-¿Qué deseas de mí, hijo mío? -preguntó cuando Esteban terminó de hablar.

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