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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

239<br />

Isabel Allende<br />

que la mitad de las cajas estaban rellenas de piedras y paja, pero comprendió que si<br />

admitía la pérdida, iba a involucrar a alguien de su propia familia o meterse él mismo<br />

en un lío. Empezó a dar disculpas que nadie le estaba pidiendo, puesto que los<br />

soldados no podían saber el número de armas que había comprado. Sospechaba de<br />

Blanca y Pedro Tercero García, pero las mejillas arreboladas de su nieta también le<br />

hicieron dudar. Después que los soldados se llevaron las cajas, firmándole un recibo,<br />

tomó a Alba de los brazos y la sacudió como nunca lo había hecho, para que confesara<br />

si tenía algo que ver con las metralletas y los rifles que faltaban: «No me preguntes lo<br />

que no quieres que te conteste, abuelo», respondió Alba mirándolo a los ojos. No<br />

volvieron a hablar del tema.<br />

-Tu abuelo es un desgraciado, Alba. Alguien lo matará como se merece -dijo Miguel.<br />

-Morirá en su cama. Ya está muy viejo -dijo Alba.<br />

-El que a hierro mata, no puede morir a sombrerazos. Tal vez yo mismo lo mate un<br />

día.<br />

-Ni Dios lo quiera, Miguel, porque me obligarías a hacer lo mismo contigo -repuso<br />

Alba ferozmente.<br />

Miguel le explicó que no podrían verse en mucho tiempo, tal vez nunca más. Trató<br />

de razonar con ella el peligro que significaba ser la compañera de un guerrillero,<br />

aunque estuviera protegida por el apellido del abuelo, pero ella lloró tanto y se abrazó<br />

con tanta angustia a él, que tuvo que prometerle que aun a riesgo de sus vidas<br />

buscarían la ocasión de verse algunas veces. Miguel accedió, también, a ir con ella a<br />

buscar las armas y municiones enterradas en la montaña, porque era lo que más<br />

necesitaba en su lucha temeraria.<br />

-Espero que no estén convertidas en chatarra -murmuró Alba-. Y que yo pueda<br />

recordar el sitio exacto, porque de eso hace más de un año.<br />

Dos semanas después Alba organizó un paseo con los niños de su comedor popular<br />

en una camioneta que le prestaron los curas de la parroquia. Llevaba canastos con la<br />

merienda, una bolsa de naranjas, pelotas y una guitarra. A ninguno de los niños les<br />

llamó la atención que recogiera por el camino a un hombre rubio. Alba condujo la<br />

pesada camioneta con su cargamento de niños, por el mismo camino de la montaña<br />

que antes había recorrido con su tío Jaime. La detuvieron dos patrullas y tuvo que<br />

abrir los canastos de la comida, pero la alegría contagiosa de los niños y el inocente<br />

contenido de las bolsas alejaron toda sospecha de los soldados. Pudieron llegar<br />

tranquilos al sitio donde estaban escondidas las armas. Los niños jugaron al pillarse y<br />

al escondite. Miguel organizó con ellos un partido de fútbol, los sentó en rueda y les<br />

contó cuentos y después todos cantaron hasta desgañitarse. Luego dibujó un plano del<br />

sitio para regresar con sus compañeros amparados por las sombras de la noche. Fue<br />

un feliz día de campo en el cual por unas horas pudieron olvidar la tensión del estado<br />

de guerra y gozar del tibio sol de la montaña, oyendo el griterío de los niños que<br />

corrían entre las piedras con el estómago lleno por primera vez en muchos meses.<br />

-Miguel, tengo miedo -dijo Alba-. ¿Es que nunca podremos hacer una vida normal?<br />

Por qué no nos vamos al extranjero? ¿Por qué no escapamos ahora, que todavía es<br />

tiempo?<br />

Miguel señaló a los niños y entonces Alba comprendió.<br />

-¡Entonces déjame ir contigo! -suplicó ella, como tantas veces lo había hecho.<br />

-No podemos tener una persona sin entrenamiento en este momento. Mucho menos<br />

una mujer enamorada -sonrió Miguel-. Es mejor que tú sigas cumpliendo tu labor. Hay<br />

que ayudar a estos pobres chiquillos hasta que vengan tiempo mejores.

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