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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

151<br />

Isabel Allende<br />

Pesada, torpe, solitaria y con un cansancio perenne, Blanca se refugió en el tejido y en<br />

el bordado. Pasaba gran parte del día durmiendo y en sus horas de vigilia fabricaba<br />

minúsculas piezas de ropa para un ajuar rosado, porque estaba segura que daría a luz<br />

una niña. Tal como su madre con ella, desarrolló un sistema de comunicación con la<br />

criatura que estaba gestando y fue volcándose hacia su interior en un silencioso e<br />

ininterrumpido diálogo. En sus cartas describía su vida retirada y melancólica y se<br />

refería a su esposo con ciega simpatía, como un hombre fino, discreto y considerado.<br />

Así fue estableciendo, sin proponérselo, la leyenda de que Jean de Satigny era casi un<br />

príncipe, sin mencionar el hecho de que aspiraba cocaína por la nariz y fumaba opio<br />

por las tardes, porque estaba segura que sus padres no sabrían comprenderlo.<br />

Disponía de toda un ala de la mansión para ella. Allí había arreglado sus cuarteles y allí<br />

amontonaba todo lo que estaba preparando para la llegada de su hija. Jean decía que<br />

cincuenta niños no alcanzarían a ponerse toda esa ropa y jugar con esa cantidad de<br />

juguetes, pero la única diversión que Blanca tenía era salir a recorrer el reducido<br />

comercio de la ciudad y comprar todo lo que veía en color de rosa para bebé. El día se<br />

le iba en bordar mantillas, tejer zapatitos de lana, decorar canastillos, ordenar las pilas<br />

de camisas, de baberos, de pañales, repasar las sábanas bordadas. Después de la<br />

siesta escribía a su madre y a veces a su hermano Jaime y cuando el sol se ponía y<br />

refrescaba un poco, iba a caminar por los alrededores para desentumecer las piernas.<br />

En la noche se reunía con su esposo en el gran comedor de la <strong>casa</strong>, donde los negros<br />

de loza, parados en sus rincones, iluminaban la escena con su luz de prostíbulo. Se<br />

sentaban uno en cada extremo de la mesa, puesta con mantel largo, cristalería y<br />

vajilla completa, y adornada con flores artificiales, porque en esa región inhóspita no<br />

las había naturales. Los servía siempre el mismo indio impasible y silencioso, que<br />

mantenía en la boca rodando en permanencia la verde bola de hojas de coca con que<br />

se sustentaba. No era un sirviente común y no cumplía ninguna función específica<br />

dentro de la organización doméstica. Tampoco era su fuerte servir la mesa, ya que no<br />

dominaba ni fuentes ni cubiertos y terminaba por tirarles la comida de cualquier modo.<br />

Blanca tuvo que indicarle en alguna ocasión que por favor no agarrara las papas con la<br />

mano para ponérselas en el plato. Pero Jean de Satigny lo estimaba por alguna<br />

misteriosa razón y lo estaba entrenando para que fuera su ayudante en el laboratorio.<br />

-Si no puede hablar como un cristiano, menos podrá tomar retratos -observó Blanca<br />

cuando se enteró.<br />

Aquel indio fue el que Blanca creyó ver luciendo tacones Luis XV<br />

Los primeros meses de su vida de <strong>casa</strong>da transcurrieron apacibles y aburridos. La<br />

tendencia natural de Blanca al aislamiento y la soledad se acentuó. Se negó a la vida<br />

social y Jean de Satigny acabó por ir solo a las numerosas invitaciones que recibían.<br />

Después, cuando llegaba a la <strong>casa</strong>, se burlaba frente a Blanca de la cursilería de esas<br />

familias antañosas y rancias donde las señoritas andaban con chaperona y los<br />

caballeros usaban escapulario. Blanca pudo hacer la vida ociosa para la cual tenía<br />

vocación, mientras su marido se dedicaba a esos pequeños placeres que sólo el dinero<br />

puede pagar y a los que había tenido que renunciar por tan largo tiempo. Salía todas<br />

las noches a jugar al casino y su mujer calculó que debía perder grandes sumas de<br />

dinero, porque al final del mes había invariablemente una fila de acreedores en la<br />

puerta. Jean tenía una idea muy peculiar sobre la economía doméstica. Se compró un<br />

automóvil último modelo, con asientos forrados en piel de leopardo y perillas doradas,<br />

digno de un príncipe árabe, el más grande y ostentoso que se había visto nunca por<br />

esos lados. Estableció una red de contactos misteriosos que le permitieron comprar<br />

antigüedades, especialmente porcelana francesa de estilo barroco, por la cual sentía<br />

debilidad. También metió en el país cajones de licores finos que pasaba por la aduana<br />

sin problemas. Sus contrabandos entraban a la <strong>casa</strong> por la puerta de servicio y salían

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