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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
72<br />
Isabel Allende<br />
inflexible en su decisión. Para asustarla rompí de un manotazo un jarrón de porcelana<br />
que, me parece, era el último vestigio de los tiempos esplendorosos de mi bisabuelo,<br />
pero ella no se conmovió y el doctor Cuevas sonrió detrás de su taza de té, lo cual me<br />
indignó más. Salí dando un portazo y me fui al Club.<br />
Esa noche me emborraché. En parte porque lo necesitaba y en parte por venganza,<br />
me fui al burdel más conocido de la ciudad, que tenía un nombre histórico. Quiero<br />
aclarar que no soy hombre de prostitutas y que sólo en los períodos en que me ha<br />
tocado vivir solo por un tiempo largo, he recurrido a ellas. No sé lo que me pasó ese<br />
día, estaba picado con Clara, andaba enojado, me sobraban energías, me tenté. En<br />
esos años el negocio del Cristóbal Colón era floreciente, pero no había adquirido aún el<br />
prestigio internacional que llegó a tener cuando aparecía en las cartas de navegación<br />
de las compañías inglesas y en las guías turísticas, y lo filmaron para la televisión.<br />
Entré a un salón de muebles franceses, de ésos con patas torcidas, donde me recibió<br />
una matrona nacional que imitaba a la perfección el acento de París, y que comenzó<br />
por darme a conocer la lista de los precios y enseguida procedió a preguntarme si yo<br />
tenía a alguien especial en mente. Le dije que mi experiencia se limitaba al Farolito<br />
Rojo y a algunos miserables lupanares de mineros en el Norte, de modo que cualquier<br />
mujer joven y limpia me vendría bien.<br />
-Usted me cae simpático, mesiú -dijo ella-. Le voy a traer lo mejor de la <strong>casa</strong>.<br />
A su llamado acudió una mujer enfundada en un vestido de raso negro demasiado<br />
estrecho, que apenas podía contener la exuberancia de su feminidad. Llevaba el pelo<br />
ladeado sobre una oreja, un peinado que nunca me ha gustado, y a su paso se<br />
desprendía un terrible perfume almizclado que quedaba flotando en el aire, tan<br />
persistente como un gemido.<br />
-Me alegro de verlo, patrón -saludó y entonces la reconocí, porque la voz era lo<br />
único que no le había cambiado a Tránsito Soto.<br />
Me llevó de la mano a un cuarto cerrado como una tumba, con las ventanas<br />
cubiertas de cortinajes oscuros, donde no había penetrado un rayo de luz natural<br />
desde tiempos ignotos, pero que, de todos modos parecía un palacio comparado con<br />
las sórdidas instalaciones del Farolito Rojo. Allí quité personalmente el vestido de raso<br />
negro a Tránsito, desarmé su horrendo peinado y pude ver que en esos años había<br />
crecido, engordado y embellecido.<br />
Veo que has progresado mucho -le dije.<br />
-Gracias a sus cincuenta pesos, patrón. Me sirvieron para comenzar -me respondió-.<br />
Ahora puedo devolvérselos reajustados, porque con la inflación ya no valen lo que<br />
antes.<br />
-¡Prefiero que me debas un favor, Tránsito! -me reí.<br />
Terminé de quitarle las enaguas y comprobé que no quedaba casi nada de la<br />
muchacha delgada, con los codos y las rodillas salientes, que trabajaba en el Farolito<br />
Rojo, excepto su incansable disposición para la sensualidad y su voz de pájaro ronco.<br />
Tenía el cuerpo depilado y su piel había sido frotada con limón y miel de hamamelis,<br />
como me explicó hasta dejarla suave y blanca como la de una criatura. Tenía las uñas<br />
teñidas de rojo y una serpiente tatuada alrededor del ombligo, que podía mover en<br />
círculos mientras mantenía en perfecta inmovilidad el resto de su cuerpo.<br />
Simultáneamente con demostrarme su habilidad para ondular la serpiente, me contó<br />
su vida.<br />
-Si me hubiera quedado en el Farolito Rojo ¿qué habría sido de mí, patrón? Ya no<br />
tendría dientes, sería una vieja. En esta profesión una se desgasta mucho, hay que<br />
cuidarse. ¡Y eso que yo no ando por la calle! Nunca me ha gustado eso, es muy