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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

135<br />

Isabel Allende<br />

huésped, llegaban los mismos albañiles y añadían otra habitación. Así, la gran <strong>casa</strong> de<br />

la esquina llegó a parecer un laberinto.<br />

-Algún día esta <strong>casa</strong> servirá para poner un hotel -decía Nicolás.<br />

-O un pequeño hospital -agregaba Jaime, que empezaba a acariciar la idea de llevar<br />

sus pobres al Barrio Alto.<br />

La fachada de la <strong>casa</strong> se mantuvo sin alteraciones. Por delante se veían las<br />

columnas heroicas y el jardín versallesco, pero hacia detrás se perdía el estilo. El jardín<br />

trasero era una selva enmarañada donde proliferaban variedades de plantas y flores y<br />

donde alborotaban los pájaros de Clara, junto con varias generaciones de perros y<br />

gatos. Entre aquella fauna doméstica, el único que tuvo alguna relevancia en el<br />

recuerdo de la familia fue un conejo que llevó Miguel, un pobre conejo vulgar, que los<br />

perros lamían constantemente, hasta que se le cayó el pelo, convirtiéndose en el único<br />

calvo de su especie, cubierto por un pellejo tornasoleado que le daba la apariencia de<br />

un reptil orejudo.<br />

A medida que se acercaba la fecha de las elecciones, Esteban Trueba se ponía más y<br />

más nervioso. Había arriesgado todo lo que tenía en su aventura política. Una noche<br />

no aguantó más y fue a golpear la puerta del dormitorio de Clara. Ella le abrió. Estaba<br />

en camisa de dormir y se había puesto los dientes, porque le gustaba mordisquear<br />

galletas mientras escribía en su cuaderno de anotar la vida. A Esteban le pareció tan<br />

joven y hermosa como el primer día que la llevó de la mano a ese dormitorio tapizado<br />

en seda azul y la paró sobre la piel de Barrabás. Sonrió con el recuerdo.<br />

-Disculpa, Clara -dijo sonrojándose como un escolar-. Me siento solo y angustiado.<br />

Quiero estar un rato aquí, si no te importa.<br />

Clara sonrió también, pero no dijo nada. Le señaló el sillón y Esteban se sentó. Se<br />

quedaron un rato callados, compartiendo el plato de galletas y mirándose extrañados,<br />

porque hacía mucho tiempo que vivían bajo el mismo techo sin verse.<br />

-Supongo que sabes lo que me está atormentando -dijo Esteban Trueba finalmente.<br />

Clara asintió con la cabeza.<br />

-¿Crees que voy a salir elegido?<br />

Clara volvió a asentir y entonces Trueba se sintió totalmente aliviado, como si ella le<br />

hubiera dado una garantía escrita. Lanzó una alegre y sonora carcajada, se puso de<br />

pie, la tomó por los hombros y la besó en la frente.<br />

-¡Eres formidable, Clara! Si tú lo dices, seré senador-exclamó.<br />

A partir de esa noche disminuyó la hostilidad entre los dos. Clara siguió sin dirigirle<br />

la palabra, pero él hacía caso omiso de su silencio y le hablaba normalmente,<br />

interpretando sus menores gestos como respuestas. En casos de necesidad, Clara<br />

usaba a los sirvientes o a sus hijos para enviarle mensajes. Se preocupaba del<br />

bienestar de su marido, lo secundaba en su trabajo y lo acompañaba cuando se lo<br />

pedía. Algunas veces le sonreía.<br />

Diez días después, Esteban Trueba fue elegido senador de la República tal como<br />

Clara había pronosticado. Celebró el acontecimiento con una fiesta para sus amigos y<br />

correligionarios, una bonificación en efectivo para sus empleados y para los inquilinos<br />

de Las Tres Marías y un collar de esmeraldas que dejó a Clara sobre la cama junto a<br />

un ramito de violetas. Clara comenzó a asistir a las recepciones sociales y a los actos<br />

políticos, donde su presencia era necesaria para que su marido proyectara la imagen<br />

de hombre sencillo y familiar que gustaba al público y al Partido Conservador. En esas<br />

ocasiones, Clara se colocaba los dientes y algunas joyas que le había regalado

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