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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

33<br />

Isabel Allende<br />

Bajó del tren en la estación San Lucas. Era un lugar miserable. A esa hora no se<br />

veía ni un alma en el andén de madera, con un techo arruinado por la intemperie y las<br />

hormigas. Desde allí se podía ver todo el valle a través de una bruma impalpable que<br />

se desprendía de la tierra mojada por la lluvia de la noche. Las montañas lejanas se<br />

perdían entre las nubes de un cielo encapotado y sólo la punta nevada del volcán se<br />

distinguía nítidamente, recortada contra el paisaje e iluminada por un tímido sol de<br />

invierno. Miró alrededor. En su infancia, en la única época feliz que podía recordar,<br />

antes que su padre terminara de arruinarse y se abandonara al licor y a su propia<br />

vergüenza, había cabalgado con él por esa región. Recordaba que en Las Tres Marías<br />

había jugado en los veranos, pero hacía tantos años de eso, que la memoria lo había<br />

casi borrado y no podía reconocer el lugar. Buscó con la vista el pueblo de San Lucas,<br />

pero sólo divisó un caserío lejano, desteñido en la humedad de la mañana. Recorrió la<br />

estación. Estaba cerrada con un candado la puerta de la única oficina. Había un aviso<br />

escrito con lápiz, pero estaba tan borroso que no pudo leerlo. Oyó que a sus espaldas<br />

el tren se ponía en marcha y comenzaba a alejarse dejando atrás una columna de<br />

humo blanco. Estaba solo en ese paraje silencioso. Tomó sus maletas y echó a andar<br />

por el barrizal y las piedras de un sendero que conducía al pueblo. Caminó más de diez<br />

minutos, agradecido de que no lloviera, porque a duras penas podía avanzar con sus<br />

pesadas maletas por ese camino y comprendió que la lluvia lo habría convertido en<br />

pocos segundos en un lodazal intransitable. Al acercarse al caserío vio humo en<br />

algunas chimeneas y suspiró aliviado, porque al comienzo tuvo la impresión de que era<br />

un villorrio abandonado, tal era su decrepitud y su soledad.<br />

Se detuvo a la entrada del pueblo, sin ver a nadie. En la única calle cercada de<br />

modestas <strong>casa</strong>s de adobe, reinaba el silencio y tuvo la sensación de marchar en<br />

sueños. Se aproximó a la <strong>casa</strong> más cercana, que no tenía ninguna ventana y cuya<br />

puerta estaba abierta. Dejó sus maletas en la acera y entró llamando en alta voz.<br />

Adentro estaba oscuro, porque la luz sólo provenía de la puerta, de modo que necesitó<br />

algunos segundos para acomodar la vista y acostumbrarse a la penumbra. Entonces<br />

divisó a dos niños jugando en el suelo de tierra apisonada, que lo miraban con grandes<br />

ojos asustados, y en un patio posterior a una mujer que avanzaba secándose las<br />

manos con el borde del delantal. Al verlo, esbozó un gesto instintivo para arreglarse un<br />

mechón de pelo que le caía sobre la frente. La saludó y ella respondió tapándose la<br />

boca con la mano al hablar para ocultar sus encías sin dientes. Trueba le explicó que<br />

necesitaba alquilar un coche, pero ella pareció no comprender y se limitó a esconder a<br />

los niños en los pliegues de su delantal, con una mirada sin expresión. Él salió, tomó<br />

su equipaje y siguió su camino.<br />

Cuando había recorrido casi toda la aldea sin ver a nadie y empezaba a<br />

desesperarse, sintió a sus espaldas los cascos de un caballo. Era una destartalada<br />

carreta conducida por un leñador. Se paró delante y obligó al conductor a detenerse.<br />

-¿Puede llevarme a Las Tres Marías? ¡Le pagaré bien! -gritó.<br />

-¿Qué va a ir a hacer allá, caballero? -preguntó el hombre-. Ésa es una tierra de<br />

nadie, un roquerío sin ley.<br />

Pero aceptó llevarlo y lo ayudó a poner su equipaje entre los atados de leña. Trueba<br />

se sentó a su lado en el pescante. De algunas <strong>casa</strong>s salieron niños corriendo tras la<br />

carreta. Trucha se sintió más solo que nunca.<br />

A once kilómetros del pueblo de San Lucas, por un camino devastado, invadido por<br />

la maleza y lleno de baches, apareció el aviso de madera con el nombre de la<br />

propiedad. Colgaba de una cadena rota y el viento lo golpeaba contra el poste con un<br />

sonido sordo que le sonó como un tambor de duelo. Le bastó una ojeada para<br />

comprender que se necesitaba un hércules para rescatar aquello de la desolación. La

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