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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
129<br />
Isabel Allende<br />
nada que hacer, sin ver a Blanca y sin comprender cómo había ido a parar en ese<br />
folletín. No sabía si lamentarse por ser víctima de aquellos bárbaros aborígenes o<br />
alegrarse de que podría cumplir su sueño de desposar a una heredera sudamericana,<br />
joven y hermosa. Como era de temperamento optimista y estaba dotado del sentido<br />
práctico propio de los de su raza, optó por lo segundo y en el transcurso de la semana<br />
se fue tranquilizando.<br />
Esteban Trueba fijó la fecha del matrimonio para dentro de quince días. Decidió que<br />
la mejor forma de evitar el escándalo era saliéndole al encuentro con una boda<br />
espectacular. Quería ver a su hija <strong>casa</strong>da por el obispo, con traje blanco y una cola de<br />
seis metros llevada por pajes y doncellas, fotografiada en la crónica social del<br />
periódico, quería una fiesta caligulesca y suficiente fanfarria y gasto como para que<br />
nadie se fijara en la barriga de la novia. El único que lo secundó en sus planes fue Jean<br />
de Satigny.<br />
El día que Esteban Trueba llamó a su hija para mandarla al modisto a probarse el<br />
vestido de novia, fue la primera vez que la vio desde la noche de la paliza. Se espantó<br />
al verla gorda y con manchas en la cara.<br />
-No me voy a <strong>casa</strong>r, padre -dijo ella.<br />
-¡Cállese! -rugió él-. Se va a <strong>casa</strong>r porque yo no quiero bastardos en la familia ¿me<br />
oye?<br />
-Creí que ya teníamos varios -respondió Blanca.<br />
-¡No me conteste! Quiero que sepa que Pedro Tercero García está muerto. Lo maté<br />
con mi propia mano, así es que olvídese de él y trate de ser una esposa digna del<br />
hombre que la lleva al altar.<br />
Blanca se echó a llorar y siguió llorando incansablemente en los días que siguieron.<br />
El matrimonio que Blanca no deseaba se celebró en la catedral, con bendición del<br />
obispo y un traje de reina hecho por el mejor costurero del país, quien hizo milagros<br />
para disimular el vientre prominente de la novia con chorreras de flores y pliegues<br />
grecorromanos. La boda culminó con una fiesta espectacular, con quinientos invitados<br />
en traje de gala, que invadieron la gran <strong>casa</strong> de la esquina, animada por una orquesta<br />
de músicos mercenarios, con un escándalo de reses sazonadas con yerbas finas,<br />
mariscos frescos, caviar del Báltico, salmón de Noruega, aves trufadas, un torrente de<br />
licores exóticos, un chorro inacabable de champán, un despilfarro de dulces, suspiros,<br />
mil hojas, eclaires, empolvados, grandes copas de cristal con frutas glaseadas, fresas<br />
de Argentina, cocos del Brasil, papayas de Chile, piñas de Cuba y otras delicias<br />
imposibles de recordar, sobre una larguísima mesa que daba vueltas por el jardín y<br />
terminaba en una torta descomunal de tres pisos, fabricada por un artífice italiano<br />
originario de Nápoles, amigo de Jean de Satigny, que convirtió los humildes<br />
materiales: huevos, harina y azúcar, en una réplica de la Acrópolis coronada por una<br />
nube de merengue, donde reposaban dos amantes mitológicos, Venus y Adonis,<br />
hechos con pasta de almendra teñida para imitar el tono rosado de la carne, el rubio<br />
de los cabellos, el azul cobalto de los ojos, acompañados por un Cupido regordete,<br />
también comestible, que fue partida con un cuchillo de plata por el novio orgulloso y la<br />
novia desolada.<br />
Clara, que desde el principio se opuso a la idea de <strong>casa</strong>r a Blanca contra su<br />
voluntad, decidió no asistir a la fiesta. Se quedó en el costurero elaborando tristes<br />
predicciones para los novios, que se cumplieron al pie de la letra, como todos pudieron<br />
comprobar más tarde, hasta que su marido fue a suplicarle qué se cambiara de ropa y<br />
apareciera en el jardín aunque fuera por diez minutos, para acallar las murmuraciones