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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
59<br />
Isabel Allende<br />
sábanas bordadas con primor, los manteles de hilo y la ropa interior que diez años<br />
atrás habían hecho las monjas para Rosa con las iniciales entrelazadas de Trueba y Del<br />
Valle, sirvieron para el ajuar de Clara. Nívea encargó a Buenos Aires, a París y a<br />
Londres vestidos de viaje, ropa para el campo, trajes de fiesta, sombreros a la moda,<br />
zapatos y carteras de cuero de lagarto y gamuza, y otras cosas que se guardaron<br />
envueltas en papel de seda y se preservaron con lavanda y alcanfor, sin que la novia<br />
les diera más que una mirada distraída.<br />
Esteban Trueba se puso al mando de una cuadrilla de albañiles, carpinteros y<br />
plomeros, para construir la <strong>casa</strong> más sólida, amplia y asoleada que se pudiera<br />
concebir, destinada a durar mil años y a albergar varias generaciones de una familia<br />
numerosa de Truebas legítimos. Encargó los planos a un arquitecto francés e hizo traer<br />
parte de los materiales del extranjero para que su <strong>casa</strong> fuera la única con vitrales<br />
alemanes, con zócalos tallados en Austria, con grifería de bronce inglesa, con<br />
mármoles italianos en los pisos y cerraduras pedidas por catálogo a los Estados<br />
Unidos, que llegaron con las instrucciones cambiadas y sin llaves. Férula, horrorizada<br />
por el gasto, procuró evitar que siguiera haciendo locuras, comprando muebles<br />
franceses, lámparas de lágrimas y alfombras turcas, con el argumento de que se iban<br />
a arruinar y volverían a repetir la historia del Trueba extravagante que los había<br />
engendrado, pero Esteban le demostró que era bastante rico como para darse esos<br />
lujos y la amenazó con forrar las puertas de plata si seguía molestándolo. Entonces<br />
ella alegó que tanto despilfarro era seguramente pecado mortal y Dios los iba a<br />
castigar a todos por gastar en chabacanerías de nuevo rico lo que estaría mejor<br />
empleado ayudando a los pobres.<br />
A pesar de que Esteban Trueba no era amante de las innovaciones, sino, por el<br />
contrario, tenía gran desconfianza por los trastornos del modernismo, decidió que su<br />
<strong>casa</strong> debía ser construida como los nuevos palacetes de Europa y Norteamérica, con<br />
todas las comodidades aunque guardando un estilo clásico. Deseaba que fuera lo más<br />
alejada posible de la arquitectura aborigen. No quería tres patios, corredores, fuentes<br />
roñosas, cuartos oscuros, paredes de adobe blanqueadas a la cal ni tejas polvorientas,<br />
sino dos o tres pisos heroicos, hileras de blancas columnas, una escalera señorial que<br />
diera media vuelta sobre sí misma y aterrizara en un hall de mármol blanco, ventanas<br />
grandes e iluminadas y, en general, un aspecto de orden y concierto, de pulcritud y<br />
civilización, propio de los pueblos extranjeros y acorde con su nueva vida. Su <strong>casa</strong><br />
debía ser el reflejo de él, de su familia y del prestigio que pensaba darle al apellido que<br />
su padre había manchado. Deseaba que el esplendor se notara desde la calle, por eso<br />
hizo diseñar un jardín francés con macrocarpa versallesca, macizos de flores, un prado<br />
liso y perfecto, surtidores de agua y algunas estatuas representando a los dioses del<br />
Olimpo y tal vez. algún indio bravo de la historia americana, desnudo y coronado de<br />
plumas, como una concesión al patriotismo. No podía saber que aquella mansión<br />
solemne, cúbica, compacta y oronda, colocada como un sombrero en su verde y<br />
geométrico contorno, acabaría llenándose de protuberancias y adherencias, de<br />
múltiples escaleras torcidas que conducían a lugares vagos, de torreones, de<br />
ventanucos que no se abrían, de puertas suspendidas en el vacío, de corredores<br />
torcidos y ojos de buey que comunicaban los cuartos para hablarse a la hora de la<br />
siesta, de acuerdo a la inspiración de Clara, que cada vez que necesitara instalar un<br />
nuevo huésped, mandaría fabricar otra habitación en cualquier parte y si los espíritus<br />
le indicaban que había un tesoro oculto o un cadáver insepulto en las fundaciones,<br />
echaría abajo un muro, hasta dejar la mansión convertida en un laberinto encantado<br />
imposible de limpiar, que desafiaba numerosas leyes urbanísticas y municipales. Pero<br />
cuando Trueba construyó lo que todos llamaron «la gran <strong>casa</strong> de la esquina», tenía el<br />
sello solemne, que procuraba imponer a todo lo que le rodeaba, en recuerdo de las