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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

Isabel Allende<br />

de almendra y nuez de las Dominicas, de chocolate y huevomol de las Clarisas, y cajas<br />

de champán traídas de Francia a través del cónsul, que hacía contrabando con sus<br />

privilegios diplomáticos, pero todo servido y presentado con gran sencillez por las<br />

antiguas empleadas de la <strong>casa</strong>, con sus delantales negros de todos los días, para darle<br />

al festín la apariencia de una modesta reunión familiar, porque toda extravagancia era<br />

una prueba de chabacanería y condenada como un pecado de vanidad mundana y un<br />

signo de mal gusto, debido al ancestro austero y algo lúgubre de aquella sociedad<br />

descendiente de los más esforzados emigrantes castellanos y vascos. Clara era una<br />

aparición de encaje de Chantilly blanco y camelias naturales, desquitándose como una<br />

cotorra feliz de los nueve años de silencio, bailando con su novio bajo los toldos y los<br />

faroles, ajena por completo a las advertencias de los espíritus que le hacían señales<br />

desesperadas desde las cortinas, pero que en la turbamulta y el bochinche, ella no<br />

veía. La ceremonia de las argollas se mantenía igual desde los tiempos de la Colonia. A<br />

las diez de la noche, un sirviente circuló entre los invitados tocando una campanita de<br />

cristal, se calló la música, se paró el baile y los invitados se reunieron en el salón<br />

principal. Un sacerdote pequeño e inocente, adornado con sus paramentos de misa<br />

mayor, leyó el enmarañado sermón que había preparado, exaltando confusas e<br />

impracticables virtudes. Clara no le escuchó, porque cuando se apagó el estrépito de la<br />

música y la pelotera de los bailarines, prestó atención a los susurros de los espíritus<br />

entre las cortinas y se dio cuenta que hacía muchas horas que no veía a Barrabás. Lo<br />

buscó con la mirada, alertando los sentidos, pero un codazo de su madre la devolvió a<br />

las urgencias de la ceremonia. El sacerdote terminó su discurso, bendijo los anillos de<br />

oro y en seguida Esteban puso uno a su novia y se colocó el otro en su dedo.<br />

En ese momento un grito de horror sacudió a la concurrencia. La gente se apartó,<br />

abriendo un camino por donde entró Barrabás, más negro y grande que nunca, con<br />

un cuchillo de carnicero metido en el lomo hasta la cacha, desangrándose como un<br />

buey, las largas patas de potrillo temblando, el hocico babeando en un hilo de sangre,<br />

los ojos nublados por la agonía, paso a paso, arrastrando una pata detrás de la otra,<br />

en un zigzagueante avance de dinosaurio herido. Clara cayó sentada en el sofá de seda<br />

francesa. El perrazo se acercó a ella, le colocó la gran cabeza de fiera milenaria en la<br />

falda y se quedó mirándola con sus ojos enamorados, que se fueron empañando y<br />

quedando ciegos, mientras el blanco encaje de Chantilly, la seda francesa del sofá, la<br />

alfombra persa y el parquet se ensopaban de sangre. Barrabás se fue muriendo sin<br />

ninguna prisa, con los ojos prendidos en Clara, que le acariciaba las orejas y<br />

murmuraba palabras de consuelo, hasta que finalmente cayó y en un único estertor se<br />

quedó tieso. Entonces todos parecieron despertar de una pesadilla y un rumor de<br />

espanto recorrió el salón, los invitados comenzaron a despedirse apresurados, a<br />

escapar sorteando los charcos de sangre, recogiendo al vuelo sus estolas de piel, sus<br />

sombreros de copa, sus bastones, sus paraguas, sus bolsos de mostacillas. En el salón<br />

de la fiesta quedaron solamente Clara con la bestia en el regazo, sus padres, que se<br />

abrazaban paralizados por el mal presagio, y el novio, que no entendía la causa de<br />

tanto alboroto por un simple perro muerto, mas cuando se dio cuenta que Clara<br />

parecía traspuesta, la levantó en brazos y se la llevó medio inconsciente hasta su<br />

dormitorio, donde los cuidados de la Nana y las sales del doctor Cuevas impidieron que<br />

volviera a caer en el estupor y la mudez. Esteban Trueba pidió ayuda al jardinero y<br />

entre los dos echaron al coche el cadáver de Barrabás; que con la muerte aumentó de<br />

peso hasta ser casi imposible levantarlo.<br />

El año transcurrió en los preparativos de la boda. Nívea se ocupó del ajuar de Clara,<br />

quien no demostraba el menor interés en el contenido de los baúles de sándalo y<br />

seguía experimentando con la mesa de tres patas y sus naipes de adivinación. Las<br />

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