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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

238<br />

Isabel Allende<br />

antigua cocinera se había marchado, porque en una balacera mataron por error a su<br />

marido, y su único hijo, que estaba haciendo la conscripción en una aldea del Sur, fue<br />

colgado de un poste con sus tripas enrolladas en el cuello, corno venganza del pueblo<br />

por haber cumplido las órdenes de sus superiores. La pobre mujer perdió la razón y al<br />

poco tiempo Trueba perdió la paciencia, harto de encontrar en la comida los pelos que<br />

ella se arrancaba en su ininterrumpido lamento. Por un tiempo, Alba experimentó<br />

entre las ollas valiéndose de un libro de recetas, pero a pesar de su buena disposición,<br />

Trueba terminó por cenar casi todas las noches en el Club, para hacer por lo menos<br />

una comida decente al día. Eso dio a Alba mayor libertad para su tráfico de fugitivos y<br />

mayor seguridad para meter y sacar gente de la <strong>casa</strong> antes del toque de queda, sin<br />

que su abuelo sospechara.<br />

Un día apareció Miguel. Ella estaba entrando a la <strong>casa</strong>, a plena luz de la siesta,<br />

cuando él le salió al encuentro. Había estado esperándola escondido entre la maleza<br />

del jardín. Se había teñido el pelo de un pálido color amarillo y vestía un traje azul<br />

cruzado. Parecía un vulgar empleado de Banco, pero Alba lo reconoció al plinto y no<br />

pudo atajar un grito de júbilo que le subió de las entrañas. Se abrazaron en el jardín, a<br />

la vista de los transeúntes y de quien quisiera mirar, hasta que les volvió la cordura y<br />

comprendieron el peligro. Alba lo llevó al interior de la <strong>casa</strong>, a su dormitorio. Cayeron<br />

sobre la cama en un nudo de brazos y piernas, llamándose mutuamente por los<br />

nombres secretos que usaban en los tiempos del sótano, se amaron con desespero,<br />

hasta que sintieron que se les escapaba la vida y les reventaba el alma, y tuvieron que<br />

quedarse quietos, escuchando los estrepitosos latidos de sus corazones, para<br />

tranquilizarse un poco. Entonces Alba lo miró por primera vez y vio que había estado<br />

retozando con un perfecto desconocido, que no sólo tenía el pelo de un vikingo, sino<br />

que tampoco tenía la barba de Miguel, ni sus pequeños lentes redondos de preceptor y<br />

parecía mucho más delgado. ¡Te ves horrible! le sopló al oído. Miguel se había<br />

convertido en uno de los jefes de la guerrilla, cumpliendo así el destino que él mismo<br />

se había labrado desde la adolescencia. Para descubrir su paradero, habían interrogado<br />

a muchos hombres y mujeres, lo que pesaba a Alba como una piedra de molino en el<br />

espíritu, pero para él no era más que una parte del horror de la guerra, y estaba<br />

dispuesto a correr igual suerte cuando le llegara el momento de encubrir a otros.<br />

Entretanto, luchaba en la clandestinidad, fiel a su teoría de que a la violencia de los<br />

ricos había que oponer la violencia del pueblo. Alba, que había imaginado mil veces<br />

que estaba preso o le habían dado muerte de alguna manera horrible, lloraba de<br />

alegría saboreando su olor, su textura, su voz, su calor, el roce de sus manos callosas<br />

por el uso de las armas y el hábito de reptar, rezando y maldiciendo y besándolo y<br />

odiándolo por tantos sufrimientos acumulados y deseando morir allí mismo, para no<br />

volver a penar su ausencia.<br />

-Tenías razón, Miguel. Pasó todo lo que tú decías que pasaría -admitió Alba<br />

sollozando en su hombro.<br />

Luego le contó de las armas que robó al abuelo y que escondió con su tío Jaime y se<br />

ofreció para llevarlo a buscarlas. Le hubiera gustado darle también las que no pudieron<br />

robarse y quedaron en la bodega de la <strong>casa</strong>, pero pocos días después del Golpe Militar<br />

le habían ordenado a la población civil entregar todo lo que pudiera considerarse una<br />

arma, hasta los cuchillos de exploradores y los cortaplumas de los niños. La gente<br />

dejaba sus paquetitos envueltos en papel de periódico en las puertas de las iglesias,<br />

porque no se atrevía a llevarlas a los cuarteles, pero el senador Trueba, que tenía<br />

armamentos de guerra, no sintió ningún temor, porque las suyas estaban destinadas a<br />

matar comunistas, como todo el mundo sabía. Llamó por teléfono a su amigo, el<br />

general Hurtado, y éste mandó un camión del ejército a retirarlas. Trucha condujo a<br />

los soldados hasta el cuarto de las armas y allí pudo comprobar, mudo de sorpresa,

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