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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

68<br />

Isabel Allende<br />

puerta y entró uno de los invitados, nada menos que el alcalde del pueblo,<br />

desabrochándose la bragueta y algo achispado con el aperitivo. Al ver a la señorita se<br />

quedó paralizado de confusión y sorpresa y cuando pudo reaccionar, lo único que se le<br />

ocurrió fue avanzar con una sonrisa torcida, cruzar toda la habitación, extender la<br />

mano y saludarla con una venia.<br />

-Zorobabel Blanco Jamasmié, a sus gratas órdenes -se presentó.<br />

«¡Por Dios! Nadie puede vivir entre gentes tan rústicas. Si quieren se quedan<br />

ustedes en este purgatorio de incivilizados, lo que es yo, me vuelvo a la ciudad, quiero<br />

vivir como cristiana, como he vivido siempre», exclamó Férula cuando pudo hablar del<br />

asunto sin ponerse a llorar. Pero no se fue. No quería separarse de Clara, había llegado<br />

a adorar hasta el aire que ella exhalaba y aunque ya no tenía ocasión de bañarla y<br />

dormir con ella, procuraba demostrarle su ternura con mil pequeños detalles a los<br />

cuales dedicaba su existencia. Aquella mujer severa y tan poco complaciente consigo<br />

misma y con los demás, podía ser dulce y risueña con Clara y a veces, por extensión,<br />

también con Blanca. Sólo con ella se permitía el lujo de ceder ante su desbordante<br />

deseo de servir y de ser amada, con ella podía manifestar, aunque fuera<br />

solapadamente, los más secretos y delicados anhelos de su alma. A lo largo de tantos<br />

años de soledad y tristeza había ido decantando las emociones y limpiando los<br />

sentimientos, hasta reducirlos a unas pocas terribles y magníficas pasiones, que la<br />

ocupaban por completo. No tenía capacidad para las pequeñas turbaciones, para los<br />

rencores mezquinos, las envidias disimuladas, las obras de caridad, los cariños<br />

desteñidos, la cortesía amable o las consideraciones cotidianas. Era uno de esos seres<br />

nacidos para la grandeza de un solo amor, para el odio exagerado, para la venganza<br />

apocalíptica y para el heroísmo más sublime, pero no pudo realizar su destino a la<br />

medida de su romántica vocación, y éste transcurrió chato y gris, entre las paredes de<br />

un cuarto de enferma, en míseros conventillos, en tortuosas confesiones, donde esa<br />

mujer grande, opulenta, de sangre ardiente, hecha para la maternidad, para la<br />

abundancia, la acción y el ardor, se fue consumiendo. En esa época tenía alrededor de<br />

cuarenta y cinco años, su espléndida raza y sus lejanos antepasados moriscos, la<br />

mantenían tersa, con el pelo todavía negro y sedoso, con un solo mechón blanco en la<br />

frente, el cuerpo fuerte y delgado y el andar resuelto de la gente sana, sin embargo, el<br />

desierto de su vida le daba un aspecto mucho mayor. Tengo un retrato de Férula<br />

tomado en esos años, durante un cumpleaños de Blanca. Es una vieja fotografía color<br />

sepia, desteñida por el tiempo, donde, sin embargo, aún se la puede ver con claridad.<br />

Era una regia matrona, pero tenía un rictus amargo en el rostro que delataba su<br />

tragedia interior. Probablemente esos años junto a Clara fueron los únicos felices para<br />

ella, porque sólo con Clara pudo intimar. Ella fue la depositaria de sus más sutiles<br />

emociones y a ella pudo dedicar su enorme capacidad de sacrificio y veneración. Una<br />

vez se atrevió a decírselo y Clara escribió en su cuaderno de anotar la vida, que Férula<br />

la amaba mucho más de lo que ella merecía o podía retribuir. Por ese amor<br />

desmesurado, Férula no quiso irse de Las Tres Marías ni siquiera cuando cayó la plaga<br />

de las hormigas, que empezó con un ronroneo en los potreros, una sombra oscura que<br />

se deslizaba con rapidez comiéndose todo, las mazorcas, los trigales, la alfalfa y la<br />

maravilla. Las rociaban con gasolina y les prendían fuego, pero reaparecían con nuevos<br />

bríos. Pintaban con cal viva los troncos de los árboles, pero ellas subían sin detenerse<br />

y no respetaban peras, manzanas ni naranjas, se metían en la huerta y acababan con<br />

los melones, entraban en la lechería y la leche amanecía agria y llena de minúsculos<br />

cadáveres, se introducían en los gallineros y se devoraban a los pollos vivos, dejando<br />

un desperdicio de plumas y unos huesitos de lástima. Hacían caminos dentro de la<br />

<strong>casa</strong>, entraban por las cañerías, se apoderaban de la despensa, todo lo que se<br />

cocinaba había que comérselo al instante, porque si quedaba unos minutos sobre la

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