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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

Isabel Allende<br />

Revolvió, revolvió, revolvió... Y, de pronto, la punta de la cucharilla golpeó el cristal,<br />

abriendo un orificio por donde saltó el café a presión. Le cayó en la ropa. Esteban,<br />

horrorizado, vio todo el contenido del vaso desparramarse sobre su único traje, ante la<br />

mirada divertida de los ocupantes de otras mesas. Se paró, pálido de frustración, y<br />

salió del Hotel Francés con cincuenta centavos menos, dejando a su paso un reguero<br />

de café vienés sobre las mullidas alfombras. Llegó a su <strong>casa</strong> chorreado, furioso,<br />

descompuesto. Cuando Férula se enteró de lo que había sucedido, comentó<br />

ácidamente: «eso te pasa por gastar el dinero de las medicinas de mamá en tus<br />

caprichos. Dios te castigó». En ese momento Esteban vio con claridad los mecanismos<br />

que usaba su hermana para dominarlo, la forma en que conseguía hacerlo sentirse<br />

culpable y comprendió que debía ponerse a salvo. En la medida en que él se fue<br />

alejando de su tutela, Férula le fue tomando antipatía. La libertad que él tenía, a ella le<br />

dolía como un reproche, como una injusticia. Cuando se enamoró de Rosa y lo vio<br />

desesperado, como un chiquillo, pidiéndole ayuda, necesitándola, persiguiéndola por la<br />

<strong>casa</strong> para suplicarle que se acercara a la familia Del Valle, que hablara a Rosa, que<br />

sobornara a la Nana, Férula volvió a sentirse importante para Esteban. Por un tiempo<br />

parecieron reconciliados. Pero aquel fugaz reencuentro no duró mucho y Férula no<br />

tardó en darse cuenta de que había sido utilizada. Se alegró cuando vio partir a su<br />

hermano a la mina. Desde que empezó a trabajar, a los quince años, Esteban mantuvo<br />

la <strong>casa</strong> y adquirió el compromiso de hacerlo siempre, pero para Férula eso no era<br />

suficiente. Le molestaba tener que quedarse encerrada entre esas paredes hediondas a<br />

vejez y a remedios, desvelada con los gemidos de la enferma, atenta al reloj para<br />

administrarle sus medicinas, aburrida, cansada, triste, mientras que su hermano<br />

ignoraba esas obligaciones. Él podría tener un destino luminoso, libre, lleno de éxitos.<br />

Podría <strong>casa</strong>rse, tener hijos, conocer el amor. El día que puso el telegrama<br />

anunciándole la muerte de Rosa, experimentó un cosquilleo extraño, casi de alegría.<br />

-Tendrás que trabajar en algo -repitió Férula.<br />

-Nunca les faltará nada mientras yo viva -dijo él.<br />

-Es fácil decirlo -respondió Férula sacándose una espina de pescado entre los<br />

dientes.<br />

-Creo que me iré al campo, a Las Tres Marías.<br />

-Eso es una ruina, Esteban. Siempre te he dicho que es mejor vender esa tierra,<br />

pero tú eres testarudo como una mula.<br />

-Nunca hay que vender la tierra. Es lo único que queda cuando todo lo demás se<br />

acaba.<br />

-No estoy de acuerdo. La tierra es una idea romántica, lo que enriquece a los<br />

hombres es el buen ojo para los negocios -alegó Férula-. Pero tú siempre decías que<br />

algún día te ibas a ir a vivir al campo.<br />

Ahora ha llegado ese día. Odio esta ciudad.<br />

-¿Por qué no dices mejor que odias esta <strong>casa</strong>?<br />

-También -respondió él brutalmente.<br />

-Me habría gustado nacer hombre, para poder irme también -erijo ella llena de odio.<br />

-Y a mí no me habría gustado nacer mujer -dijo él.<br />

Terminaron de comer en silencio.<br />

Los hermanos estaban muy alejados y lo único que todavía los unía era la presencia<br />

de la madre y el recuerdo borroso del amor que se tuvieron en la niñez. Habían crecido<br />

en una <strong>casa</strong> arruinada, presenciando el deterioro moral y económico del padre y luego<br />

la lenta enfermedad de la madre. Doña Ester comenzó a padecer de artritis desde muy<br />

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