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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

Isabel Allende<br />

su aplicación y cometía algunos errores irreparables. Para sacar muelas, sin embargo,<br />

reconozco que tenía un sistema insuperable, que le había dado justa fama en toda la<br />

zona, era una combinación de vino tinto y padrenuestros, que sumía al paciente en<br />

trance hipnótico. A mí me sacó una muela sin dolor y si estuviera vivo, sería mi<br />

dentista.<br />

Muy pronto empecé a sentirme a gusto en el campo. Mis vecinos más próximos<br />

quedaban a una buena distancia a lomo de caballo, pero a mí no me interesaba la vida<br />

social, me complacía la soledad y además tenía mucho trabajo entre las manos. Me fui<br />

convirtiendo en un salvaje, se me olvidaron las palabras, se me acortó el vocabulario,<br />

me puse muy mandón. Como no tenía necesidad de aparentar ante nadie, se acentuó<br />

el mal carácter que siempre he tenido. Todo me daba rabia, me enojaba cuando veía a<br />

los niños rondando las cocinas para robarse el pan, cuando las gallinas alborotaban en<br />

el patio, cuando los gorriones invadían los maizales. Cuando el mal humor empezaba a<br />

estorbarme y me sentía incómodo en mi propio pellejo, salía a cazar. Me levantaba<br />

mucho antes que amaneciera y partía con una escopeta al hombro, mi morral y mi<br />

perro perdiguero. Me gustaba la cabalgata en la oscuridad, el frío del amanecer, el<br />

largo acecho en la sombra, el silencio, el olor de la pólvora y la sangre, sentir contra el<br />

hombro recular el arma con un golpe seco y ver a la presa caer pataleando, eso me<br />

tranquilizaba y cuando regresaba de una cacería, con cuatro conejos miserables en el<br />

morral y unas perdices tan perforadas que no servían para cocinarlas, medio muerto<br />

de fatiga y lleno de barro, me sentía aliviado y feliz.<br />

Cuando pienso en esos tiempos, me da una gran tristeza. La vida se me pasó muy<br />

rápido. Si volviera a empezar hay algunos errores que no cometería, pero en general<br />

no me arrepiento de nada. Sí, he sido un buen patrón, de eso no hay duda.<br />

Los primeros meses Esteban Trueba estuvo tan ocupado canalizando el agua,<br />

cavando pozos, sacando piedras, limpiando potreros y reparando los gallineros y los<br />

establos, que no tuvo tiempo de pensar en nada. Se acostaba rendido y se levantaba<br />

al alba, tomaba un magro desayuno en la cocina y partía a caballo a vigilar las labores<br />

del campo. No regresaba hasta el atardecer. A esa hora hacía la única comida<br />

completa del día, solo en el comedor de <strong>casa</strong>. Los primeros meses se hizo el propósito<br />

de bañarse y cambiarse ropa diariamente a la hora de cenar, como había oído que<br />

hacían los colonos ingleses en las más lejanas aldeas del Asia y del África, para no<br />

perder la dignidad y el señorío. Se vestía con su mejor ropa, se afeitaba y ponía en el<br />

gramófono las mismas arias de sus óperas preferidas todas las noches. Pero poco a<br />

poco se dejó vencer por la rusticidad y aceptó que no tenía vocación de petimetre,<br />

especialmente si no había nadie que pudiera apreciar, el esfuerzo. Dejó de afeitarse, se<br />

cortaba el pelo cuando le llegaba por los hombros, y siguió bañándose sólo porque<br />

tenía el hábito muy arraigado, pero se despreocupó de su ropa y de sus modales. Fue<br />

convirtiéndose en un bárbaro. Antes de dormir leía un rato o jugaba ajedrez, había<br />

desarrollado la habilidad de competir contra un libro sin hacer trampas y de perder las<br />

partidas sin enojarse. Sin embargo, la fatiga del trabajo no fue suficiente para sofocar<br />

su naturaleza fornida y sensual. Empezó a pasar malas noches, las frazadas le<br />

parecían muy pesadas, las sábanas demasiado suaves. Su caballo le jugaba malas<br />

pasadas y de repente se convertía en una hembra formidable, una montaña dura y<br />

salvaje de carne, sobre la cual cabalgaba hasta molerse los huesos. Los tibios y<br />

perfumados melones de la huerta le parecían descomunales pechos de mujer y se<br />

sorprendía enterrando la cara en la manta de su montura, buscando en el agrio olor<br />

del sudor de la bestia, la semejanza con aquel aroma lejano y prohibido de sus<br />

primeras prostitutas. En la noche se acaloraba con pesadillas de mariscos podridos, de<br />

trozos enormes de res descuartizada, de sangre, de semen, de lágrimas. Despertaba<br />

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