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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
35<br />
Isabel Allende<br />
amarillas, sonando como un clavecín desafinado. En los anaqueles quedaban algunos<br />
libros ilegibles con las páginas comidas por la humedad y en el suelo restos de revistas<br />
muy antiguas, que el viento desparramó. Los sillones tenían los resortes a la vista y<br />
había un nido de ratones en la poltrona donde su madre se sentaba a tejer antes que<br />
la enfermedad le pusiera las manos como garfios.<br />
Cuando terminó su recorrido, Esteban tenía las ideas más claras. Sabía que tenía<br />
por delante un trabajo titánico, porque si la <strong>casa</strong> estaba en ese estado de abandono,<br />
no podía esperar que el resto de la propiedad estuviera en mejores condiciones. Por un<br />
instante tuvo la tentación de cargar sus dos maletas en la carreta y volver por donde<br />
mismo había llegado, pero desechó ese pensamiento de una plumada y resolvió que si<br />
había algo que podía calmar la pena y la rabia de haber perdido a Rosa, era partirse el<br />
lomo trabajando en esa tierra arruinada. Se quitó el abrigo, respiró profundamente y<br />
salió al patio donde todavía estaba el leñador junto a los inquilinos reunidos a cierta<br />
distancia, con la timidez propia de la gente del campo. Se observaron mutuamente con<br />
curiosidad. Trueba dio un par de pasos hacia ellos y percibió un leve movimiento de<br />
retroceso en el grupo, paseó la vista por los zarrapastrosos campesinos y trató de<br />
esbozar una sonrisa amistosa a los niños sucios de mocos, a los viejos legañosos y a<br />
las mujeres sin esperanza, pero le salió como una mueca.<br />
-¿Dónde están los hombres? -preguntó.<br />
El único hombre joven dio un paso adelante. Probablemente tenía la misma edad de<br />
Esteban Trueba, pero se veía mayor.<br />
-Se fueron dijo.<br />
-¿Cómo te llamas?<br />
-Pedro Segundo García, señor -respondió el otro.<br />
-Yo soy el patrón ahora. Se acabó la fiesta. Vamos a trabajar. Al que no le guste la<br />
idea, que se vaya de inmediato. Al que se quede no le faltará de comer, pero tendrá<br />
que esforzarse. No quiero flojos ni gente insolente, ¿me oyeron?<br />
Se miraron asombrados. No habían comprendido ni la mitad del discurso, pero<br />
sabían reconocer la voz del amo cuando la escuchaban.<br />
-Entendimos, patrón -dijo Pedro Segundo García-. No tenemos donde ir, siempre<br />
hemos vivido aquí. Nos quedamos.<br />
Un niño se agachó y se puso a cagar y un perro sarnoso se acercó a olisquearlo.<br />
Esteban, asqueado, dio orden de guardar al niño, lavar el patio y matar al perro. Así<br />
comenzó la nueva vida que, con el tiempo, habría de hacerlo olvidar a Rosa.<br />
Nadie me va a quitar de la cabeza la idea de que he sido un buen patrón. Cualquiera<br />
que hubiera visto Las Tres Marías en los tiempos del abandono y la viera ahora, que es<br />
un fundo modelo, tendría que estar de acuerdo conmigo. Por eso no puedo aceptar que<br />
mi nieta me venga con el cuento de la lucha de clases, porque si vamos al grano, esos<br />
pobres campesinos están mucho peor ahora que hace cincuenta años. Yo era como un<br />
padre para ellos. Con la reforma agraria nos jodimos todos.<br />
Para sacar a Las Tres Marías de la miseria destiné todo el capital que había ahorrado<br />
para <strong>casa</strong>rme con Rosa y todo lo que me enviaba el capataz de la mina, pero no fue el<br />
dinero el que salvó a esa tierra, sino el trabajo y la organización. Se corrió la voz de<br />
que había un nuevo patrón en Las Tres Marías y que estábamos quitando las piedras<br />
con bueyes y arando los potreros para sembrar. Pronto comenzaron a llegar algunos<br />
hombres a ofrecerse como braceros, porque yo pagaba bien y les daba abundante<br />
comida. Compré animales. Los animales eran sagrados para mí y aunque pasáramos el