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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

El despertar<br />

Capítulo XI<br />

192<br />

Isabel Allende<br />

Alrededor de los dieciocho años Alba abandonó definitivamente la infancia. En el<br />

momento preciso en que se sintió mujer, fue a encerrarse a su antiguo cuarto, donde<br />

todavía estaba el mural que había comenzado muchos años atrás. Buscó en los viejos<br />

tarros de pintura hasta que encontró un poco de rojo y de blanco que todavía estaban<br />

frescos, los mezcló con cuidado y luego pintó un gran corazón rosado en el último<br />

espacio libre de las paredes. Estaba enamorada. Después tiró a la basura los tarros y<br />

los pinceles y se sentó un largo rato a contemplar los dibujos, para revisar la historia<br />

de sus penas y alegrías. Sacó la cuenta que había sido feliz y con un suspiro se<br />

despidió de la niñez.<br />

Ese año cambiaron muchas cosas en su vida. Terminó el colegio y decidió estudiar<br />

filosofía, para darse el gusto, y música, para llevar la contra a su abuelo, que<br />

consideraba el arte como una forma de perder el tiempo y predicaba incansablemente<br />

las ventajas de las profesiones liberales o científicas. También la prevenía contra el<br />

amor y el matrimonio, con la misma majadería con que insistía para que Jaime se<br />

buscara una novia decente y se <strong>casa</strong>ra, porque se estaba quedando solterón. Decía<br />

que para los hombres es bueno tener una esposa, pero, en cambio, las mujeres como<br />

Alba siempre salían perdiendo con el matrimonio. Las prédicas de su abuelo se<br />

volatilizaron cuando Alba vio por primera vez a Miguel, en una memorable tarde de<br />

llovizna y frío en la cafetería de la universidad.<br />

Miguel era un estudiante pálido, de ojos afiebrados, pantalones desteñidos y botas<br />

de minero, en el último año de Derecho. Era dirigente izquierdista. Estaba inflamado<br />

por la más incontrolable pasión: buscar la justicia. Eso no le impidió darse cuenta de<br />

que Alba lo observaba. Levantó la vista y sus ojos se encontraron. Se miraron<br />

deslumbrados y desde ese instante buscaron todas las ocasiones para juntarse en las<br />

alamedas del parque, por donde paseaban cargados de libros o arrastrando el pesado<br />

violoncelo de Alba. Desde el primer encuentro ella notó que él llevaba una pequeña<br />

insignia en la manga: una mano alzada con el puño cerrado. Decidió no decirle que era<br />

nieta de Esteban Trueba y, por primera vez en su vida, usó el apellido que tenía en su<br />

cédula de identidad: Satigny. Pronto se dio cuenta que era mejor no decírselo tampoco<br />

al resto de sus compañeros. En cambio, pudo jactarse de ser amiga de Pedro Tercero<br />

García, que era muy popular entre los estudiantes, y del Poeta, en cuyas rodillas se<br />

sentaba cuando niña y que para entonces era conocido en todos los idiomas y sus<br />

versos andaban en boca de los jóvenes y en el graffiti de los muros.<br />

Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sistema había que<br />

oponer la violencia de la revolución. Alba, sin embargo, no tenía ningún interés en la<br />

política y sólo quería hablar de amor. Estaba harta de oír los discursos de su abuelo, de<br />

asistir a sus peleas con su tío Jaime, de vivir las campañas electorales. La única<br />

participación política de su vida había sido salir con otros escolares a tirar piedras a la<br />

Embajada de los Estados Unidos sin tener motivos muy claros para ello, debido a lo<br />

cual la suspendieron del colegio por una semana y a su abuelo casi le da otro infarto.<br />

Pero en la universidad la política era ineludible. Como todos los jóvenes que entraron<br />

ese año, descubrió el atractivo de las noches insomnes en un café, hablando de los

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