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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

143<br />

Isabel Allende<br />

siempre era el último en irse, de modo que pudo entrar sin dificultad, pero se sentía<br />

como un ladrón, porque no habría podido explicar su presencia allí a esa hora tardía.<br />

Desde hacía tres días, estudiaba cuidadosamente cada paso de la intervención que iba<br />

a efectuar. Podía repetir cada palabra del libro en el orden correcto, pero eso no le<br />

daba más seguridad. Estaba temblando. Procuraba no pensar en las mujeres que había<br />

visto llegar agonizando a la sala de emergencia del hospital, a las que había ayudado a<br />

salvar en ese mismo consultorio y las otras, las que habían muerto lívidas, en esas<br />

camas, con un río de sangre fluyendo entre las piernas, sin que la ciencia pudiera<br />

hacer nada para evitar que se les escapara la vida por ese grifo abierto. Conocía el<br />

drama de muy cerca, pero hasta ese momento nunca había tenido que plantearse el<br />

conflicto moral de ayudar a una mujer desesperada. Y mucho menos a Amanda.<br />

Encendió las luces, se puso la blanca túnica de su oficio, preparó el instrumental<br />

repasando en alta voz cada detalle que había memorizado. Deseaba que ocurriera una<br />

desgracia monumental, un cataclismo que sacudiera el planeta en sus cimientos, para<br />

que no tuviera que hacer lo que iba a hacer. Pero nada ocurrió hasta la hora señalada.<br />

Entretanto, Nicolás había ido a buscara Amanda en el viejo Covadonga, que apenas<br />

andaba a tropezones con sus tuercas, en medio de una humareda negra de aceite<br />

quemado, pero que aún servía para los trances de emergencia. Ella lo estaba<br />

esperando sentada en la única silla de su cuarto tomada de la mano de Miguel,<br />

sumidos en una mutua complicidad de la cual, como siempre, Nicolás se sintió<br />

excluido. La joven se veía pálida y demacrada, debido a los nervios y a las últimas<br />

semanas de malestares e incertidumbres que había soportado, pero más tranquila que<br />

Nicolás, que hablaba atropelladamente, no podía estarse quieto y se esforzaba por<br />

animarla con una alegría fingida y con bromas inútiles. Le había llevado de regalo un<br />

anillo antiguo de granates y brillantes que había sacado del cuarto de su madre, en la<br />

seguridad de que ella nunca lo echaría de menos y, aunque lo viera en la mano de<br />

Amanda, sería incapaz de reconocerlo, porque Clara no llevaba la cuenta de esas<br />

cosas. Amanda se lo devolvió con suavidad.<br />

-Ya ves, Nicolás, eres un niño -dijo sin sonreír.<br />

En el momento de salir, el pequeño Miguel se puso un poncho y se aferró a la mano<br />

de su hermana. Nicolás tuvo que recurrir primero a su encanto y luego a la fuerza<br />

bruta para dejarlo en manos de la patrona de la pensión, que en los últimos días había<br />

sido definitivamente seducida por el supuesto primo de su pensionista, y, contra sus<br />

propias normas, había aceptado cuidar al niño esa noche.<br />

Hicieron el trayecto sin hablar, cada uno sumido en sus temores. Nicolás percibía la<br />

hostilidad de Amanda como una pestilencia que se hubiera instalado entre los dos. En<br />

los últimos días ella había alcanzado a madurar la idea de la muerte y la temía menos<br />

que al dolor y a la humillación que esa noche tendría que soportar. Él conducía el<br />

Covadonga por un sector desconocido de la ciudad, callejuelas estrechas y oscuras,<br />

donde se amontonaba la basura junto a los altos muros de las fábricas, en un bosque<br />

de chimeneas que le cerraban el paso al color del cielo. Los perros vagos husmeaban la<br />

mugre y los mendigos dormían envueltos en periódicos en los nichos de las puertas. Le<br />

sorprendió que ése fuera el escenario diario de las actividades de su hermano.<br />

Jaime los estaba esperando en la puerta del consultorio. El delantal blanco y su<br />

propia ansiedad le daban un aire mucho mayor. Los llevó a través de un laberinto de<br />

helados corredores hasta la sala que había preparado, procurando distraer a Amanda<br />

de la fealdad del lugar, para que no viera las toallas amarillentas en los tarros<br />

esperando la lavandería del lunes, las palabrotas garabateadas en los muros, las<br />

baldosas sueltas y las oxidadas cañerías que goteaban incansablemente. En la puerta

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