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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
164<br />
Isabel Allende<br />
ansioso fue pareciéndose al de ese animal. Masticaba cada bocado de sus escasos<br />
alimentos cincuenta veces. Las comidas se convirtieron en un ritual eterno en el que<br />
Alba se quedaba dormida sobre el plato vacío y los sirvientes con las bandejas en la<br />
cocina, mientras él rumiaba ceremoniosamente, por eso Esteban Trueba dejó de ir a la<br />
<strong>casa</strong> y hacía todas sus comidas en el Club. Nicolás aseguraba que podía caminar<br />
descalzo sobre las brasas pero cada vez que se dispuso a demostrarlo, a Clara le dio<br />
un ataque de asma y tuvo que desistir. Hablaba en parábolas asiáticas no siempre<br />
comprensibles. Sus únicos intereses eran de orden espiritual. El materialismo de la<br />
vida doméstica le molestaba tanto como los excesivos cuidados de su hermana y su<br />
madre, que insistían en alimentarlo y vestirlo, y la persecución fascinada de Alba, que<br />
lo seguía por toda la <strong>casa</strong> como un perrito, rogándole que le enseñara a pararse de<br />
cabeza y atravesarse alfileres. Permaneció desnudo aun cuando el invierno se dejó<br />
caer con todo su rigor. Podía mantenerse casi tres minutos sin respirar y estaba<br />
dispuesto a realizar esa hazaña cada vez que alguien se lo pedía, lo que ocurría con<br />
frecuencia. Jaime decía que era una lástima que el aire fuera gratis, porque sacó la<br />
cuenta que Nicolás respiraba la mitad que una persona normal, aunque eso no parecía<br />
afectarlo en absoluto. Pasó el invierno comiendo zanahorias, sin quejarse del frío,<br />
encerrado en su habitación, llenando páginas y páginas con su minúscula letra en tinta<br />
negra. Al aparecer los primeros síntomas de la primavera, anunció que su libro estaba<br />
listo. Tenía mil quinientas páginas y pudo convencer a su padre y a su hermano Jaime<br />
que se lo financiaran, a cuenta de las ganancias que se obtendrían de la venta.<br />
Después de corregidas e impresas, las mil y tantas cuartillas manuscritas se redujeron<br />
a seiscientas páginas de un voluminoso tratado sobre los noventa y nueve nombres de<br />
Dios y la forma de llegar al Nirvana mediante ejercicios respiratorios. No tuvo el éxito<br />
esperado y los cajones con la edición terminaron sus días en el sótano, donde Alba los<br />
usaba como ladrillos para construir trincheras, hasta que muchos años después<br />
sirvieron para alimentar una hoguera infame.<br />
Tan pronto salió el libro de la imprenta, Nicolás lo sostuvo amorosamente en sus<br />
manos, recuperó su perdida sonrisa de hiena, se puso ropa decente y anunció que<br />
había llegado el momento de entregar La Verdad a sus coetáneos que permanecían en<br />
las tinieblas de la ignorancia. Esteban Trueba le recordó su prohibición de usar la <strong>casa</strong><br />
como academia y le advirtió que no iba a tolerar que metiera ideas paganas en la<br />
cabeza de Alba y, mucho menos, que le enseñara trucos de faquir. Nicolás se fue a<br />
predicar al cafetín de la universidad, donde consiguió un impresionante número de<br />
adeptos para sus cursos de ejercicios espirituales y respiratorios. En sus ratos libres<br />
paseaba en moto y enseñaba a su sobrina a vencer el dolor y otras debilidades de la<br />
carne. Su método consistía en identificar aquellas cosas que le producían temor. La<br />
niña, que tenía cierta inclinación por lo macabro, se concentraba de acuerdo con las<br />
instrucciones de su tío y lograba visualizar, como si lo estuviera viendo, la muerte de<br />
su madre. La veía lívida, fría, con sus hermosos ojos moros cerrados, tendida en un<br />
ataúd. Oía el llanto de la familia. Veía la procesión de amigos que entraban en silencio,<br />
dejaban sus tarjetas de visita en una bandeja y salían cabizbajos. Sentía el olor de las<br />
flores, el relincho de los caballos empenachados de la carroza funeraria. Sufría su dolor<br />
de pies dentro de sus zapatos nuevos de luto. Imaginaba su soledad, su abandono, su<br />
orfandad. Su tío la ayudaba a pensar en todo eso sin llorar, relajarse y no oponer<br />
resistencia al dolor, para que éste la atravesara sin permanecer en ella. Otras veces<br />
Alba se apretaba un dedo en la puerta y aprendía a soportar el quemante ardor sin<br />
quejarse. Si lograba pasar toda la semana sin llorar, superando las pruebas que le<br />
ponía Nicolás, ganaba un premio, que consistía casi siempre en un paseo a toda<br />
velocidad en la moto, lo cual era una experiencia inolvidable. En una ocasión se<br />
metieron entre un rebaño de vacas que cruzaba el establo, en un camino de las