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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

152<br />

Isabel Allende<br />

intactos por la puerta principal rumbo a otros sitios, donde Jean los consumía en<br />

parrandas secretas o bien vendía a un precio exorbitante. En la <strong>casa</strong> no recibían visitas<br />

y a las pocas semanas las señoras de la localidad dejaron de llamar a Blanca. Se había<br />

corrido el rumor que era orgullosa, altanera y de mala salud, lo cual aumentó la<br />

simpatía general por el conde francés, quien adquirió fama de marido paciente y<br />

sufrido.<br />

Blanca se llevaba bien con su esposo. Las únicas oportunidades en que discutían era<br />

cuando ella intentaba averiguar sobre las finanzas familiares. No podía explicarse que<br />

Jean se diera el lujo de comprar porcelana y pasear en ese vehículo atigrado, si no le<br />

alcanzaba el dinero para pagar la cuenta del chino del almacén ni los sueldos de los<br />

numerosos sirvientes. Jean se negaba a hablar del asunto, con el pretexto de que ésas<br />

eran responsabilidades propiamente masculinas y que ella no tenía necesidad de llenar<br />

su cabecita de gorrión con problemas que no estaba en capacidad de comprender.<br />

Blanca supuso que la cuenta de Jean de Satigny con Esteban Trueba tenía fondos<br />

ilimitados y ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo con él, acabó por<br />

desentenderse de esos problemas. Vegetaba como una flor de otro clima, dentro de<br />

esa <strong>casa</strong> enclavada en arenales, rodeada de indios insólitos que parecía existir en otra<br />

dimensión, sorprendiendo a menudo pequeños detalles que la inducían a dudar de su<br />

propia cordura. La realidad le parecía desdibujada, como si aquel sol implacable que<br />

borraba los colores también hubiera deformado las cosas que la rodeaban y hubiera<br />

convertido a los seres humanos en sombras sigilosas.<br />

En el sopor de esos meses, Blanca, protegida por la criatura que crecía en su<br />

interior, olvidó la magnitud de su desgracia. Dejó de pensar en Pedro Tercero García<br />

con la apremiante urgencia con que lo hacía antes y se refugió en recuerdos dulces y<br />

desteñidos que podía evocar en todo momento. Su sensualidad estaba adormecida y<br />

en las raras ocasiones en que meditaba sobre su desafortunado destino, se complacía<br />

imaginándose a sí misma flotando en una nebulosa, sin penas y sin alegrías, alejada<br />

de las cosas brutales de la vida, aislada, con su hija como única compañía. Llegó a<br />

pensar que había perdido para siempre la capacidad de amar y que el ardor de su<br />

carne se había acallado definitivamente. Pasaba interminables horas contemplando el<br />

paisaje pálido que se extendía delante de su ventana. La <strong>casa</strong> quedaba en el límite de<br />

la ciudad, rodeada por algunos árboles raquíticos que resistían el acoso implacable del<br />

desierto. Por el lado norte, el viento destruía toda forma de vegetación y se podía ver<br />

la inmensa planicie de dunas y cerros lejanos temblando en la reverberación de la luz.<br />

En el día la agobiaba el sofoco de ese sol de plomo y por las noches temblaba de frío<br />

entre las sábanas de su cama, defendiéndose de la heladas con bolsas de agua caliente<br />

y chales de lana. Miraba el cielo desnudo y límpido buscando el vestigio de una nube,<br />

con la esperanza de que alguna vez cayera una gota de lluvia que aliviara la oprimente<br />

aspereza de ese valle lunar. Los meses transcurrían inmutables, sin más diversión que<br />

las cartas de su madre, en las que le contaba de la campaña política de su padre, de<br />

las locuras de Nicolás, de las extravagancias de Jaime, que vivía como un cura pero<br />

andaba con ojos enamorados. Clara le sugirió, en una de sus cartas, que para tener las<br />

manos ocupadas, volviera a sus Nacimientos. Ella lo intentó. Se hizo mandar la arcilla<br />

especial que estaba acostumbrada a usar en Las Tres Marías, organizó su taller en la<br />

parte posterior de la cocina y puso a un par de indios a construir un horno para cocer<br />

las figuras de cerámica. Pero Jean de Satigny se burlaba de su afán artístico, diciendo<br />

que si era para mantener las manos ocupadas, mejor tejía botines y aprendía a hacer<br />

pastelitos de hojaldre. Ella terminó por abandonar su trabajo, no tanto por los<br />

sarcasmos de su marido, sino porque le resultó imposible competir con la alfarería<br />

antigua de los indios.

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