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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
139<br />
Isabel Allende<br />
Pero Nicolás desplegó su irresistible sonrisa de seductor, le besó la mano sin<br />
retroceder ante el carmesí descascarado de sus uñas sucias, se extasió con los anillos<br />
y se hizo pasar por un primo hermano de Amanda, hasta que ella, derrotada,<br />
retorciéndose en risitas coquetas y contoneos elefantiásicos, lo condujo por las<br />
polvorientas escaleras hasta el tercer piso y le señaló la puerta de Amanda. Nicolás<br />
encontró a la joven en la cama, arropada con un chal desteñido y jugando a las damas<br />
con su hermano Miguel. Estaba tan verdosa y disminuida, que tuvo dificultad en<br />
reconocerla. Amanda lo miró sin sonreír y no le hizo ni el menor gesto de bienvenida.<br />
Miguel, en cambio, se le paró al frente con los brazos en jarra.<br />
-Por fin vienes -le dijo el niño.<br />
Nicolás se aproximó a la cama y trató de recordar a la cimbreante y morena<br />
Amanda, la Amanda frutal y sinuosa de sus encuentros en la oscuridad de los cuartos<br />
cerrados, pero entre las lanas apelmazadas del chal y las sábanas grises, había una<br />
desconocida de grandes ojos extraviados, que lo observaba con inexplicable dureza.<br />
«Amanda», murmuró tomándole la mano. Esa mano sin los anillos y las pulseras de<br />
plata, parecía tan desvalida como pata de pájaro moribundo. Amanda llamó a su<br />
hermano. Miguel se acercó a la cama y ella le sopló algo al oído. El niño se dirigió<br />
lentamente hacia la puerta y desde el umbral lanzó una última mirada furiosa a Nicolás<br />
y salió, cerrando la puerta sin ruido.<br />
-Perdóname, Amanda -balbuceó Nicolás-. Estuve muy ocupado. ¿Por qué no me<br />
avisaste que estabas enferma?<br />
-No estoy enferma -respondió ella-. Estoy embarazada.<br />
Esa palabra dolió a Nicolás como un bofetón. Retrocedió hasta sentir el vidrio de la<br />
ventana a sus espaldas. Desde el primer momento en que desnudó a Amanda,<br />
tanteando en la oscuridad, enredado en los trapos de su disfraz de existencialista,<br />
temblando de anticipación por las protuberancias y los intersticios que muchas veces<br />
había imaginado sin llegar a conocerlos en su espléndida desnudez, supuso que ella<br />
tendría la experiencia suficiente para evitar que él se convirtiera en padre de familia a<br />
los veintiún años y ella en madre soltera a los veinticinco. Amanda había tenido<br />
amores anteriores y había sido la primera en hablarle del amor libre. Sostenía su<br />
irrevocable determinación de permanecer juntos solamente mientras se tuvieran<br />
simpatía, sin ataduras y sin promesas para el futuro, como Sartre y la Beauvoir. Ese<br />
acuerdo, que al principio a Nicolás le pareció una muestra de frialdad y desprejuicio<br />
algo chocante, después le resultó muy cómodo. Relajado y alegre, como era para<br />
todas las cosas de la vida, encaró la relación amorosa sin medir las consecuencias.<br />
-¡Qué vamos a hacer ahora! -exclamó.<br />
-Un aborto, por supuesto -respondió ella.<br />
Una oleada de alivio sacudió a Nicolás. Había sorteado el abismo una vez más.<br />
Como siempre que jugaba al borde del precipicio, otro más fuerte había surgido a su<br />
lado para hacerse cargo de las cosas, tal como en los tiempos del colegio, cuando<br />
azuzaba a los muchachos en el recreo hasta que se le iban encima y entonces, en el<br />
último instante, en el momento en que el terror lo paralizaba, llegaba Jaime y se ponía<br />
por delante, transformando su pánico en euforia y permitiéndole ocultarse entre los<br />
pilares del patio a gritar insultos desde su refugio, mientras su hermano sangraba de la<br />
nariz y repartía puñetazos con la silenciosa tenacidad de una máquina. Ahora era<br />
Amanda quien asumía la responsabilidad por él.<br />
-Podemos <strong>casa</strong>rnos, Amanda..., si quieres -balbuceó para salvar la cara.<br />
-¡No! -replicó ella sin vacilar-. No te quiero lo suficiente para eso, Nicolás.