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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

70<br />

Isabel Allende<br />

siguiente vieron que no había hormigas en la cocina, tampoco en la despensa,<br />

buscaron en el granero, en el establo, en los gallineros, salieron a los potreros, fueron<br />

hasta el río, revisaron todo y no encontraron una sola, ni para muestra. El técnico se<br />

puso frenético.<br />

-¡Tener que decirme cómo hacer eso! -clamaba.<br />

-Hablándoles, pues, míster. Dígales que se vayan, que aquí están molestando y ellas<br />

entienden -explicó Pedro García, el viejo.<br />

Clara fue la única que consideró natural el procedimiento. Férula se aferró a eso<br />

para decir que se encontraban en un hoyo, en una región inhumana, donde no<br />

funcionaban las leyes de Dios ni el progreso de la ciencia, que cualquier día iban a<br />

empezar a volar en escobas, pero Esteban Trueba la hizo callar: no quería que le<br />

metieran nuevas ideas en la cabeza a su mujer. En los últimos días Clara había vuelto<br />

a sus quehaceres lunáticos, a hablar con los aparecidos y a pasar horas escribiendo en<br />

los cuadernos de anotar la vida. Cuando perdió interés por la escuela, el taller de<br />

costura o los mítines feministas y volvió a opinar que todo era muy bonito,<br />

comprendieron que otra vez estaba encinta.<br />

-¡Por culpa tuya! -gritó Férula a su hermano.<br />

-Eso espero -contestó él.<br />

Pronto fue evidente que Clara no estaba en condiciones de pasar el embarazo en el<br />

campo y parir en el pueblo, así es que organizaron el regreso a la capital. Eso consoló<br />

un poco a Férula, que sentía la preñez de Clara como una afrenta personal. Ella viajó<br />

antes con la mayor parte del equipaje y los sirvientes, para abrir la gran <strong>casa</strong> de la<br />

esquina y preparar la llegada de Clara. Esteban acompañó días después a su mujer y a<br />

su hija de vuelta a la ciudad y nuevamente dejó a Las Tres Marías en manos de Pedro<br />

Segundo García, que se había convertido en el administrador, aunque no por ello<br />

ganaba más privilegio, sólo más trabajo.<br />

El viaje de Las Tres Marías a la capital terminó de agotar las fuerzas de Clara. Yo la<br />

veía cada vez más pálida, asmática, ojerosa. Con el bamboleo de los caballos y<br />

después con el del tren, el polvo del camino y su natural tendencia al mareo, iba<br />

perdiendo las energías a ojos vistas y yo no podía hacer mucho por ayudarla, porque<br />

cuando estaba mal prefería que no le hablaran. Al bajarnos en la estación tuve que<br />

sostenerla, porque le flaqueaban las piernas.<br />

-Creo que me voy a elevar -dijo.<br />

-¡Aquí no! -le grité espantado ante la idea de que saliera volando por encima de las<br />

cabezas de los pasajeros en el andén.<br />

Pero ella no se refería concretamente a la levitación, sino a subir a un nivel que le<br />

permitiera desprenderse de la incomodidad, del peso de su embarazo y de la profunda<br />

fatiga que se le estaba metiendo en los huesos. Entró en otro de sus largos períodos<br />

de silencio, creo que le duró varios meses, durante los cuales se servía de la pizarrita,<br />

como en los tiempos de la mudez. En esa ocasión no me alarmé, porque supuse que<br />

recuperaría la normalidad como había ocurrido después del nacimiento de Blanca y,<br />

por otra parte, había llegado a comprender que el silencio era el último inviolable<br />

refugio de mi mujer, y no una enfermedad mental, como sostenía el doctor Cuevas.<br />

Férula la cuidaba de la misma forma obsesiva como antes cuidaba a nuestra madre, la<br />

trataba como si fuera una inválida, no quería dejarla nunca sola y había descuidado a<br />

Blanca, que lloraba todo el día porque quería regresar a Las Tres Marías. Clara<br />

deambulaba como una sombra gorda y callada por la <strong>casa</strong>, con un desinterés budista

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