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allende-i-casa-espiritus

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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

Isabel Allende<br />

-Moscú queda donde el diablo perdió el poncho, Esteban. No tienen idea de lo que<br />

pasa en este país -le decía el coronel Hurtado-. No tienen en cuenta para nada las<br />

condiciones de nuestro país, la prueba es que andan más perdidos que la Caperucita<br />

Roja. Hace poco publicaron un manifiesto llamando a los campesinos, los marineros y<br />

los indígenas a formar parte del primer soviet nacional, lo cual, desde todo punto de<br />

vista es una payasada. ¡Qué van a saber los campesinos lo que es un soviet! Y los<br />

marineros están siempre en alta mar y andan más interesados en los burdeles de otros<br />

puertos que en la política. ¡Y los indígenas! Nos quedan unos doscientos en total. No<br />

creo que hayan sobrevivido más a las masacres del siglo pasado, pero si quieren<br />

formar un soviet en sus reservaciones, allá ellos -se burlaba el coronel.<br />

-¡Sí, pero además de los comunistas están los socialistas, los radicales y otros<br />

grupúsculos! Todos son más o menos lo mismo -respondía Trueba.<br />

Para el senador Trueba todos los partidos políticos, excepto el suyo, eran<br />

potencialmente marxistas y no podía distinguir claramente la ideología de unos y otros.<br />

No vacilaba en exponer su posición en público cada vez que se le presentaba la<br />

oportunidad, por eso para todos menos para sus partidarios, el senador Trueba pasó a<br />

ser una especie de loco reaccionario y oligarca, muy pintoresco. El Partido Conservador<br />

tenía que frenarlo, para que no se fuera de lengua y los pusiera a todos en evidencia.<br />

Era el paladín furibundo dispuesto a dar la batalla en los foros, en las ruedas de<br />

prensa, en las universidades, donde nadie más se atrevía a dar la cara, allá estaba él<br />

inconmovible en su traje negro, con su melena de león y su bastón de plata. Era el<br />

blanco de los caricaturistas, que de tanto burlarse de él consiguieron hacerlo popular y<br />

en todas las elecciones arrasaba con la votación conservadora. Era fanático, violento y<br />

anticuado, pero representaba mejor que nadie los valores de la familia, la tradición, la<br />

propiedad y el orden. Todo el mundo lo reconocía en la calle, inventaban chistes a su<br />

costa y corrían de boca en boca las anécdotas que se le atribuían. Decían que, en<br />

ocasión de su ataque al corazón, cuando su hijo se desnudó en las puertas del<br />

Congreso, el Presidente de la República lo llamó a su oficina para ofrecerle la<br />

Embajada en Suiza, donde podría tener un cargo apropiado para sus años, que le<br />

permitiera reponer su salud. Decían que el senador Trueba respondió con un puñetazo<br />

sobre el escritorio del primer mandatario, volcando la bandera nacional y el busto del<br />

Padre de la Patria.<br />

-¡De aquí no salgo ni muerto, Excelencia! -rugió-. ¡Porque apenas yo me descuide<br />

los marxistas le quitan a usted la silla donde está sentado!<br />

Tuvo la habilidad de ser el primero que llamó a la izquierda «enemiga de la<br />

democracia», sin sospechar que años después ése sería el lema de la dictadura. En la<br />

lucha política ocupaba casi todo su tiempo y una buena parte de su fortuna. Notó que,<br />

a pesar de que siempre estaba tramando nuevos negocios, ésta parecía irse mermando<br />

desde la muerte de Clara, pero no se alarmó, porque supuso que en el orden natural<br />

de las cosas estaba el hecho irrefutable de que en su vida ella había sido un soplo de<br />

buena suerte, pero que no podía continuar beneficiándolo después de su muerte.<br />

Además, calculó que con lo que tenía podía mantenerse como un hombre rico por el<br />

tiempo que le quedaba en este mundo. Se sentía viejo, tenía la idea de que ninguno de<br />

sus tres hijos merecía heredarlo y que a su nieta la dejaría asegurada con Las Tres<br />

Marías, a pesar de que el campo ya no era tan próspero como antes. Gracias a las<br />

nuevas carreteras y automóviles, lo que antes era un safari en tren, se había reducido<br />

a sólo seis horas desde la capital a Las Tres Marías, pero él estaba siempre ocupado y<br />

no encontraba el momento para hacer el viaje. Llamaba al administrador de vez en<br />

cuando, para que le rindiera cuentas, pero esas visitas lo dejaban con la resaca del mal<br />

humor por varios días. Su administrador era un hombre derrotado por su propio<br />

pesimismo. Sus noticias eran una serie de infortunadas casualidades; se helaron las<br />

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