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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />
160<br />
Isabel Allende<br />
revoloteando en círculos sobre su cuerpo inerte. Tantas veces lo soñó, que fue una<br />
sorpresa cuando muchos años después tuvo que ir a reconocer el cadáver del que creía<br />
su padre, en un depósito de la Morgue Municipal. Entonces Alba era una joven<br />
valerosa, de temperamento audaz y acostumbrada a las adversidades, de modo que<br />
fue sola. La recibió un practicante de delantal blanco, que la condujo por los largos<br />
pasillos del antiguo edificio hasta una sala grande y fría, cuyos muros estaban pintados<br />
de gris. El hombre del delantal blanco abrió la puerta de una gigantesca nevera y<br />
extrajo una bandeja sobre la cual yacía un cuerpo hinchado, viejo y de color azulado.<br />
Alba lo miró con atención, sin encontrar ningún parecido con la imagen que había<br />
soñado tantas veces. Le pareció un tipo común y corriente, con aspecto de empleado<br />
de Correos, se fijó en sus manos: no eran las de un noble caballero, fino e inteligente,<br />
sino las de un hombre que no tiene nada interesante que contar. Pero sus documentos<br />
eran una prueba irrefutable de que aquel cadáver azul y triste era Jean de Satigny que<br />
no murió de fiebre en las dunas doradas de una pesadilla de infancia, sino<br />
simplemente de una apoplejía al cruzar la calle en su vejez. Pero todo eso ocurrió<br />
mucho después. En los tiempos en que Clara estaba viva, cuando Alba era todavía una<br />
niña, la gran <strong>casa</strong> de la esquina era un mundo cerrado, donde ella creció protegida<br />
hasta de sus propias pesadillas.<br />
Alba no había cumplido aún dos semanas de vida, cuando Amanda se fue de la gran<br />
<strong>casa</strong> de la esquina. Había recuperado sus fuerzas y no tuvo dificultad en adivinar el<br />
anhelo en el corazón de Jaime. Tomó a su hermanito de la mano y partió tal como<br />
había llegado, sin ruido y sin promesas. La perdieron de vista y el único que pudo<br />
buscarla, no quiso hacerlo para no herir a su hermano. Sólo por casualidad Jaime<br />
volvió a verla muchos años después, pero entonces ya era tarde para ambos. Después<br />
que ella se fue, Jaime ahogó la desesperación en sus estudios y en el trabajo. Regresó<br />
a sus antiguos hábitos de anacoreta y no aparecía casi nunca por la <strong>casa</strong>. No volvió a<br />
mencionar el nombre de la joven y se distanció para siempre de su hermano.<br />
La presencia de su nieta en la <strong>casa</strong> dulcificó el carácter de Esteban Trueba. El<br />
cambio fue imperceptible, pero Clara lo notó. Lo delataban pequeños síntomas: el brillo<br />
de su mirada cuando veía a la niña, los costosos regalos que le traía, la angustia si la<br />
oía llorar. Eso, sin embargo, no lo acercó a Blanca. Las relaciones con su hija nunca<br />
fueron buenas y desde su funesto matrimonio estaban tan deterioradas, que sólo la<br />
cortesía obligatoria impuesta por Clara les permitía vivir bajo el mismo techo.<br />
En esa época la <strong>casa</strong> de los Trueba tenía casi todos los cuartos ocupados y<br />
diariamente se ponía la mesa para la familia, los invitados y un puesto de sobra para<br />
quien pudiera llegar sin anunciarse. La puerta principal estaba abierta en permanencia,<br />
para que entraran y salieran los que vivían de allegados y las visitas. Mientras el<br />
senador Trueba procuraba enmendar los destinos de su país, su mujer navegaba<br />
hábilmente por las agitadas aguas de la vida social y por las otras, sorprendentes, de<br />
su camino espiritual. La edad y la práctica acentuaron la capacidad de Clara para<br />
adivinar lo oculto y mover las cosas a la distancia. Los estados de ánimo exaltados la<br />
conducían con facilidad a trances en los cuales podía desplazarse sentada en su silla<br />
por toda la habitación, como si hubiera un motor oculto bajo el asiento del mueble. En<br />
esos días, un joven artista famélico, acogido en la <strong>casa</strong> por misericordia, pagó su<br />
hospedaje pintando el único retrato de Clara que existe. Mucho tiempo después, el<br />
misérrimo artista se convirtió en un maestro y hoy el cuadro está en un museo de<br />
Londres, como tantas otras obras de arte que salieron del país en la época en que<br />
hubo que vender el mobiliario para alimentar a los perseguidos. En la tela puede verse<br />
a una mujer madura, vestida de blanco, con el pelo plateado y una dulce expresión de<br />
trapecista en el rostro, descansando en una mecedora que está suspendida encima del<br />
nivel del suelo, flotando entre cortinas floreadas, un jarrón que vuela invertido y un