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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

55<br />

Isabel Allende<br />

semisentada. Era un bloque de carne compacta, una monstruosa pirámide de grasa y<br />

trapos, terminada en una pequeña cabecita calva con los ojos dulces,<br />

sorprendentemente vivos, azules e inocentes. La artritis la había convertido en un ser<br />

monolítico, no podía doblar las articulaciones ni girar la cabeza, tenía los dedos<br />

engarfiados como las patas de un fósil, y para mantener la posición en la cama<br />

necesitaba el apoyo de un cajón en la espalda, sostenido por una viga de madera que<br />

a su vez se asentaba en la pared. Se notaba el paso de los años por las marcas que la<br />

viga dejó en el muro, una huella de sufrimiento, un sendero de dolor.<br />

-Mamá... -murmuró Esteban y la voz se le quebró en el pecho en un llanto<br />

contenido, borrando de una plumada los recuerdos tristes, la infancia pobre, los olores<br />

rancios, las mañanas heladas y la sopa grasienta de su niñez, la madre enferma, el<br />

padre ausente y esa rabia comiéndole las entrañas desde el día en que tuvo uso de<br />

razón, olvidando todo menos los únicos momentos luminosos en que esa mujer<br />

desconocida que yacía en la cama lo había acunado en sus brazos, había tocado su<br />

frente buscando la fiebre, le había cantado una canción de cuna, se había inclinado con<br />

él sobre las páginas de un libro, había sollozado de pena al verlo levantarse al alba<br />

para ir a trabajar cuando aún era un niño, había sollozado de alegría al verlo regresar<br />

en la noche, había sollozado, madre, por mí.<br />

Doña Ester extendió la mano, pero no era un saludo, sino un gesto para detenerlo.<br />

-Hijo, no se acerque -y tenía la voz entera, tal como él la recordaba, la voz<br />

cantarina y sana de una jovencita.<br />

-Es por el olor -aclaró Férula secamente-. Se pega.<br />

Esteban quitó la colcha de damasco deshilachada y vio las piernas de su madre.<br />

Eran dos columnas amoratadas, elefantiásicas, cubiertas de llagas donde las larvas de<br />

moscas y los gusanos hacían nidos y cavaban túneles, dos piernas pudriéndose en<br />

vida, con unos pies descomunales de un pálido color azul, sin uñas en los dedos,<br />

reventándose en su propia pus, en la sangre negra, en la fauna abominable que se<br />

alimentaba de su carne, madre, por Dios, de mi carne.<br />

-El doctor me las quiere cortar, hijo -dijo doña Ester con su voz tranquila de<br />

muchacha-,pero yo estoy muy vieja para eso y estoy muy cansada de sufrir, así es que<br />

mejor me muero. Pero no quería morirme sin verlo, porque en todos estos años llegué<br />

a pensar que usted estaba muerto y que sus cartas las escribía su hermana, para no<br />

darme ese dolor. Póngase a la luz, hijo, para verlo bien visto. ¡Por Dios! ¡Parece un<br />

salvaje!<br />

-Es la vida del campo, mamá -murmuró él.<br />

-¡Enfín! Se ve fuerte todavía. ¿Cuántos años tiene?<br />

-Treinta y cinco.<br />

-Buena edad para <strong>casa</strong>rse y asentar cabeza, para que yo me pueda morir en paz.<br />

-¡Usted no se va a morir, mamá! -suplicó Esteban.<br />

-Quiero estar segura de que tendré nietos, alguien que lleve mi sangre, que tenga<br />

nuestro apellido. Férula perdió las esperanzas de <strong>casa</strong>rse, pero usted tiene que<br />

buscarse una esposa. Una mujer decente y cristiana. Pero antes tiene que cortarse<br />

esos pelos y esa barba, ¿me oye?<br />

Esteban asintió. Se arrodilló junto a su madre y hundió la cara en su mano<br />

hinchada, pero el olor lo tiró hacia atrás. Férula lo tomó del brazo y lo sacó de esa<br />

habitación de pesadumbre. Afuera respiró profundamente, con el olor pegado en las<br />

narices y entonces sintió la rabia, su rabia tan conocida subirle como una oleada<br />

caliente a la cabeza, inyectarle los ojos, poner blasfemias de bucanero en sus labios,

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