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La <strong>casa</strong> de los espíritus<br />

La conspiración<br />

Capítulo XII<br />

205<br />

Isabel Allende<br />

Tal como había pronosticado el Candidato, los socialistas, aliados con el resto de los<br />

partidos de izquierda, ganaron las elecciones presidenciales. El día de la votación<br />

transcurrió sin incidentes en una luminosa mañana de septiembre. Los de siempre,<br />

acostumbrados al poder desde tiempos inmemoriales, aunque en los últimos años<br />

habían visto debilitarse mucho sus fuerzas, se prepararon para celebrar el triunfo con<br />

semanas de anticipación. En las tiendas se terminaron los licores, en los mercados se<br />

agotaron los mariscos frescos y las pastelerías trabajaron doble turno para satisfacer la<br />

demanda de tortas y pasteles. En el Barrio Alto no se alarmaron al oír los resultados de<br />

los cómputos parciales en las provincias, que favorecían a la izquierda, porque todo el<br />

mundo sabía que los votos de la capital eran decisivos. El senador Trueba siguió la<br />

votación desde la sede de su Partido, con perfecta calma y buen humor, riéndose con<br />

petulancia cuando alguno de sus hombres se ponía nervioso por el avance<br />

indisimulable del candidato de la oposición. En anticipación al triunfo, había roto su<br />

duelo riguroso poniéndose una rosa roja en el ojal de la chaqueta. Lo entrevistaron por<br />

televisión y todo el país pudo escucharlo: «Ganaremos los de siempre», dijo<br />

soberbiamente, y luego invitó a brindar por el «defensor de la democracia».<br />

En la gran <strong>casa</strong> de la esquina, Blanca, Alba y los empleados estaban frente al<br />

televisor, sorbiendo té, comiendo tostadas y anotando los resultados para seguir de<br />

cerca la carrera final, cuando vieron aparecer al abuelo en la pantalla, más anciano y<br />

testarudo que nunca.<br />

-Le va a dar un yeyo -dijo Alba-. Porque esta vez van a ganar los otros.<br />

Pronto fue evidente para todos que sólo un milagro cambiaría el resultado que se iba<br />

perfilando a lo largo de todo el día. En las señoriales residencias blancas, azules y<br />

amarillas del Barrio Alto, comenzaron a cerrar las persianas, a trancar las puertas y a<br />

retirar apresuradamente las banderas y los retratos de su candidato, que se habían<br />

anticipado a poner en los balcones. Entretanto, de las poblaciones marginales y de los<br />

barrios obreros salieron a la calle familias enteras, padres, niños, abuelos, con su ropa<br />

de domingo, marchando alegremente en dirección al centro. Llevaban radios portátiles<br />

para oír los últimos resultados. En el Barrio Alto, algunos estudiantes, inflamados de<br />

idealismo, hicieron una morisqueta a sus parientes congregados alrededor del televisor<br />

con expresión fúnebre, y se volcaron también a la calle. De los cordones industriales<br />

llegaron los trabajadores en ordenadas columnas, con los puños en alto, cantando los<br />

versos de la campaña. En el centro se juntaron todos, gritando como un solo hombre<br />

que el pueblo unido jamás será vencido. Sacaron pañuelos blancos y esperaron. A<br />

medianoche se supo que había ganado la izquierda. En un abrir y cerrar de ojos, los<br />

grupos dispersos se engrosaron, se hincharon, se extendieron y las calles se llenaron<br />

de gente eufórica que saltaba, gritaba, se abrazaba y reía. Prendieron antorchas y el<br />

desorden de las voces y el baile callejero se transformó en una jubilosa y disciplinada<br />

comparsa que comenzó a avanzar hacia las pulcras avenidas de la burguesía. Y<br />

entonces se vio el inusitado espectáculo de la gente del pueblo, hombres con sus<br />

zapatones de la fábrica, mujeres con sus hijos en los brazos, estudiantes en mangas<br />

de camisa, paseando tranquilamente por la zona reservada y preciosa donde muy<br />

pocas veces se habían aventurado y donde eran extranjeros. El clamor de sus cantos,

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