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Tempestades de acero

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Ernst Jünger <strong>Tempesta<strong>de</strong>s</strong> <strong>de</strong> <strong>acero</strong><br />

hallazgo y encargué a Wohlgemut que cortase un trozo y se lo llevase. Mientras, a falta <strong>de</strong> otro<br />

instrumento, procuraba dificultosamente cortarlo con la tijerilla para los puros, algo tintineó <strong>de</strong>lante <strong>de</strong><br />

nosotros en la alambrada. De pronto hicieron aparición unos cuantos ingleses y comenzaron a trabajar; no<br />

repararon en nuestros cuerpos, que estaban aplastados contra la hierba. Recordando las malas<br />

experiencias <strong>de</strong> la patrulla anterior, susurré con una voz casi inaudible:<br />

—Wohlgemut, ¡una granada <strong>de</strong> mano ahí en medio!<br />

—Mi alférez, creo que es mejor <strong>de</strong>jarlos trabajar un poco todavía.<br />

—Es una or<strong>de</strong>n, sargento.<br />

Ni siquiera en aquella soledad <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> producir su po<strong>de</strong>roso efecto la fórmula. Con el sentimiento<br />

fatídico <strong>de</strong> un hombre que se ha embarcado en una aventura incierta oí junto a mí el seco chasquido <strong>de</strong> la<br />

mecha rápida al ser arrancada y vi cómo Wohlgemut, para <strong>de</strong>scubrirse lo menos posible, hacía rodar a ras<br />

<strong>de</strong>l suelo la granada <strong>de</strong> mano. Quedó <strong>de</strong>tenida en la maleza, casi en medio <strong>de</strong> los ingleses, que parecían<br />

no haber notado nada. Pasaron unos momentos <strong>de</strong> extrema tensión.<br />

—¡Crrrac!<br />

Un relámpago iluminó unas figuras humanas que se tambaleaban. Gritamos:<br />

—You are prisoners!<br />

Como tigres nos lanzamos <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> la nube blanca que se había formado. En fragmentos <strong>de</strong> segundos<br />

se <strong>de</strong>sarrolló allí un espectáculo feroz. Yo apretaba mi pistola contra un rostro que en la oscuridad<br />

brillaba ante mí como una máscara pálida. Con un grito que parecía un berrido, una sombra apretaba su<br />

espalda contra la alambrada <strong>de</strong> espino. Fue un grito horrible, algo así como uéh — un grito que acaso el<br />

ser humano profiere únicamente cuando le sale al paso un fantasma. A mi izquierda Wohlgemut vaciaba<br />

su pistola, mientras Bartels, en su nerviosismo, lanzaba a ciegas una granada <strong>de</strong> mano en medio <strong>de</strong><br />

nosotros.<br />

Cuando por vez primera apreté el gatillo, el cargador había saltado fuera <strong>de</strong> la culata <strong>de</strong> mi pistola. Yo<br />

estaba allí gritando <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> un inglés que, aterrorizado, apretaba su espalda contra la alambrada <strong>de</strong><br />

espino, y en vano le daba una y otra vez al gatillo. No se oía ningún disparo — parecía uno <strong>de</strong> esos<br />

sueños en que uno se queda paralizado. En la trinchera situada <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> nosotros comenzaron a notarse<br />

ruidos. Resonaron llamadas, una ametralladora empezó a disparar con estrépito. Retrocedimos a saltos.<br />

Todavía me <strong>de</strong>tuve una vez, en un embudo, y apunté mi pistola contra una sombra que me venía pisando<br />

los talones. Esta vez el fallo fue una suerte, pues era Birkner; yo creía que hacía ya mucho tiempo que<br />

había retornado a nuestra trinchera.<br />

Empezó entonces una ruidosa cartera hacia nuestra trinchera. Cuando llegamos <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> nuestra<br />

alambrada silbaban ya los proyectiles <strong>de</strong> tal modo que me vi obligado a meterme <strong>de</strong> un salto en un<br />

embudo abierto por una mina; estaba lleno <strong>de</strong> agua y sobre él había alambres tendidos. Balanceándome<br />

encima <strong>de</strong>l agua sobre un oscilante alambre <strong>de</strong> espino oía cómo pasaban rugiendo por encima <strong>de</strong> mí las<br />

balas, como si fueran un gigantesco enjambre <strong>de</strong> abejas, mientras trozos <strong>de</strong> alambre y pedazos <strong>de</strong> metralla<br />

barrían la parte alta <strong>de</strong>l embudo. Media hora <strong>de</strong>spués, una vez calmado el fuego, conseguí atravesar<br />

nuestra alambrada y <strong>de</strong> un salto me metí en nuestra trinchera. Allí me recibió con mucha alegría la tropa.<br />

Wohlgemut y Bartels estaban ya allí; media hora <strong>de</strong>spués volvió Birkner también. Todo el mundo se<br />

alegró mucho <strong>de</strong> que las cosas hubieran acabado bien y lo único que yo lamentaba era que también esta<br />

vez se nos hubiera escurrido el prisionero que tanto anhelábamos capturar. Las experiencias vividas<br />

habían afectado a mis nervios, pero esto no lo noté hasta que estuve tendido en un camastro <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l<br />

abrigo. Daba diente con diente y, a pesar <strong>de</strong> hallarme extenuado, no lograba conciliar el sueño. Tenía, por<br />

el contrario, la sensación <strong>de</strong> hallarme en un estado <strong>de</strong> máxima vigilia, muy tensa, como si en algún lugar<br />

<strong>de</strong> mi cuerpo sonase sin cesar un pequeño timbre eléctrico. A la mañana siguiente casi no podía caminar,<br />

pues por encima <strong>de</strong> una <strong>de</strong> mis rodillas, que ya exhibía unas cuantas cicatrices históricas, se extendía un<br />

largo <strong>de</strong>sgarrón producido por la alambrada, y en la otra rodilla tenía incrustado un pequeño casco <strong>de</strong><br />

metralla proce<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la granada <strong>de</strong> mano lanzada por Bartels.<br />

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