Tempestades de acero
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Ernst Jünger El bosquecillo 125<br />
Primera línea<br />
Des<strong>de</strong> ayer por la noche me encuentro otra vez en mi sector y estoy <strong>de</strong> nuevo en mi castillo <strong>de</strong> verano,<br />
que carece <strong>de</strong> puertas. Oskar Kius, que manda ahora la Segunda Compañía y con el cual viví horas tan<br />
bellas en Hannover hace tan sólo dos semanas, me hizo entrega <strong>de</strong> ambas cosas, el sector y el castillo <strong>de</strong><br />
verano. Tras el acto <strong>de</strong> entrega pasamos una hora juntos <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> aquel agujero oscurísimo, sentados en<br />
el banco que hay allí. Fumamos un cigarrillo y nos entretuvimos con pequeñas bromas, que en este<br />
ambiente nos parecieron especialmente brillantes.<br />
A veces sentimos con mucha intensidad que <strong>de</strong> las gran<strong>de</strong>s ciuda<strong>de</strong>s permanentemente iluminadas nos<br />
separa sólo un breve viaje en tren, sólo media jornada transcurrida en un vagón restaurante. Cuando<br />
menos terrible nos parece la Muerte es cuando viene a arrancarnos <strong>de</strong> en medio <strong>de</strong> los placeres <strong>de</strong> toda<br />
índole; antes que morir en invierno preferimos morir en primavera, en la época en que están dispuestas las<br />
mesas para celebrar fiestas multicolores. Precisamente en aquellos lugares en que se encuentra cercada<br />
por la Muerte es don<strong>de</strong> la Vida brilla con colores más vivos, como los cuadros <strong>de</strong>scritos por Boccaccio<br />
ante las puertas <strong>de</strong> la Florencia asolada por la peste, como el amor <strong>de</strong> los tuberculosos, como una bacanal<br />
celebrada en una nave que está hundiéndose.<br />
Me siento feliz cuando no sufrimos bajas al hacer el relevo. Casi siempre nos cuesta sangre, y lo que<br />
causa enojo es que esa sangre no se <strong>de</strong>rrame en el combate. Esta vez todo ha transcurrido felizmente; yo<br />
fui el único que pasé unos momentos <strong>de</strong>sagradables a pocos pasos <strong>de</strong> Puisieux..<br />
En estos tiempos <strong>de</strong> movimientos <strong>de</strong> masas, uno <strong>de</strong> los privilegios <strong>de</strong>l jefe es que a él le está permitido<br />
caminar a solas. Yo marchaba siempre un poco más tar<strong>de</strong> que la tropa, para encontrarme realizado ya el<br />
relevo.<br />
Inmediatamente <strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l terraplén <strong>de</strong>l ferrocarril vi algo que, a pesar <strong>de</strong> lo serio que era, me<br />
divirtió. Un comando <strong>de</strong> artillería aprovechaba la clara noche para segar la hierba en lo alto <strong>de</strong> una colina;<br />
los hombres que allí estaban trabajando y sus carros y caballos se <strong>de</strong>stacaban <strong>de</strong>l cielo como si estuvieran<br />
recortados con unas tijeras. Justo en el momento en que yo pasaba por el valle, feliz <strong>de</strong> contemplar<br />
aquella escena, estalló entre ellos una ráfaga <strong>de</strong> granadas <strong>de</strong> pequeño calibre, y todos, hombres y<br />
animales, <strong>de</strong>saparecieron en el acto, como si fueran duen<strong>de</strong>s; lo único que contra el horizonte seguía<br />
<strong>de</strong>stacándose era la silueta <strong>de</strong> un carro volcado.<br />
Cuando llegué a la gran carretera que conduce a Puisieux y noté que <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a caían a<br />
intervalos bastante cortos proyectiles <strong>de</strong> grueso calibre —su eco seguía retumbando largo tiempo en el<br />
valle—, me sentí a disgusto en mi soledad y apresuré la marcha para atravesar pronto aquel sitio que no<br />
era posible ro<strong>de</strong>ar sin ir a parar a las malezas <strong>de</strong> los jardines, con sus pozos ocultos, sus setos <strong>de</strong> alambres<br />
espinosos y sus sótanos hundidos.<br />
Me había fijado bien en la ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l tiro y había subdividido en varios fragmentos el camino que<br />
tenía que recorrer. Lo primero que había que hacer era acercarse lo más posible a aquella frontera<br />
peligrosa y aguardar la próxima explosión; luego echar a correr hasta llegar a la gran galería subterránea<br />
que en las afueras <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a alberga el puesto <strong>de</strong> socorro; una vez allí, aguardar a la próxima ráfaga; y,<br />
por fin, atravesar a la carrera la al<strong>de</strong>a para meterse en el Camino <strong>de</strong> Puisieux. Todo habría marchado bien<br />
si, al dar el primer salto, no hubiera perdido mi guardamapas; no quería quedarme sin él, sobre todo<br />
porque lo había heredado, durante la Gran Batalla, <strong>de</strong> un oficial <strong>de</strong> artillería inglés. Acababa <strong>de</strong><br />
encontrarlo cuando por encima <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a se aproximó otro <strong>de</strong> aquellos rugidos; apenas tuve tiempo <strong>de</strong><br />
acurrucarme <strong>de</strong>trás <strong>de</strong>l tocón <strong>de</strong> un árbol cuyo tronco, <strong>de</strong>strozado por un tiro certero, se hallaba al bor<strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>l camino. En el valle, que ya estaba lleno <strong>de</strong> humo, explotaron tres proyectiles; el cuarto fue a aterrizar<br />
en la carretera. Cayó con tal virulencia que saltaron chispas y los guijarros y los cascos <strong>de</strong> metralla<br />
quedaron esparcidos por los alre<strong>de</strong>dores. Aunque el peligro había pasado, intenté, arrastrado por el primer<br />
movimiento <strong>de</strong>l susto, saltar al otro lado <strong>de</strong>l tocón <strong>de</strong> mi árbol, pero perdí el equilibrio y caí a la cuneta,<br />
en don<strong>de</strong> quedé prendido en las secas ramas <strong>de</strong> la copa <strong>de</strong>l árbol y salí malparado.<br />
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