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Tempestades de acero

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Ernst Jünger <strong>Tempesta<strong>de</strong>s</strong> <strong>de</strong> <strong>acero</strong><br />

Conseguí reunir a un puñado <strong>de</strong> hombres y con ellos organicé un nido <strong>de</strong> resistencia <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> un<br />

ancho través. La trinchera quedaba franca, a modo <strong>de</strong> corredor común, para nosotros y para los escoceses.<br />

A distancia <strong>de</strong> pocos metros intercambiamos disparos con un enemigo invisible. Hacía falta valor para<br />

mantener alta la cabeza en medio <strong>de</strong> aquellas <strong>de</strong>tonantes explosiones, mientras la arena <strong>de</strong>l través era<br />

lanzada a lo alto como por un latigazo. Un hombre <strong>de</strong> 76° Regimiento que estaba a mi lado, un hercúleo<br />

cargador <strong>de</strong>l puerto <strong>de</strong> Hamburgo, estuvo disparando cartucho tras cartucho, sin pensar en cubrirse.<br />

Mientras disparaba, mostraba un rostro feroz. Por fin se <strong>de</strong>rrumbó bañado en sangre. Una bala, que<br />

produjo un chasquido semejante al <strong>de</strong> una tabla al rajarse, le había perforado la frente. Dobló las rodillas<br />

en un rincón <strong>de</strong> la trinchera y allí se quedó en cuclillas, con la cabeza apoyada en el talud. Su sangre caía<br />

sobre el piso <strong>de</strong> la trinchera como si la volcasen <strong>de</strong> un cubo. Sus ronquidos estertóreos se fueron<br />

espaciando cada vez más, hasta que finalmente enmu<strong>de</strong>cieron <strong>de</strong>l todo. Empuñé su fusil y seguí<br />

disparando. Por fin hubo un momento <strong>de</strong> calma. Dos <strong>de</strong> nuestros hombres que habían permanecido<br />

tumbados en el suelo <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> nosotros intentaron replegarse a saltos, a campo <strong>de</strong>scubierto. Uno cayó<br />

<strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> la trinchera con un balazo en la cabeza, el otro no pudo alcanzarla más que a rastras, pues había<br />

recibido un tiro en el vientre.<br />

A la espera <strong>de</strong> los acontecimientos nos sentamos en el piso <strong>de</strong> la trinchera y fumamos cigarrillos<br />

ingleses. De vez en cuando llegaban como flechas granadas <strong>de</strong> fusil; las disparaban con mucha puntería.<br />

Podíamos verlas aproximarse y las esquivábamos dando saltos. El hombre herido en el vientre, un<br />

muchacho jovencísimo, estaba tendido en medio <strong>de</strong> nosotros y se estiraba casi voluptuosamente, como un<br />

gato, a los cálidos rayos <strong>de</strong>l sol poniente. Se durmió para siempre con una sonrisa <strong>de</strong> niño. Al ver aquello<br />

no experimenté ningún sentimiento <strong>de</strong> pesadumbre, sino sólo un fraterno sentimiento <strong>de</strong> simpatía por el<br />

moribundo. También los gemidos <strong>de</strong> su camarada enmu<strong>de</strong>cieron poco a poco. Murió en medio <strong>de</strong><br />

nosotros, entre accesos <strong>de</strong> escalofríos.<br />

Varias veces intentamos avanzar, caminando muy agachados por las zanjas señaladas para hacer las<br />

trincheras y arrastrándonos por encima <strong>de</strong> los cadáveres <strong>de</strong> los escoceses, pero una y otra vez nos<br />

empujaron hacia atrás los disparos <strong>de</strong> tiradores enemigos escogidos y las granadas <strong>de</strong> fusil. Casi todas las<br />

balas que dieron en el blanco y que yo vi fueron mortales. La parte <strong>de</strong>lantera <strong>de</strong> la trinchera se fue<br />

llenando poco a poco <strong>de</strong> heridos y muertos; para sustituirlos llegaban continuamente refuerzos <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

atrás. Pronto quedó emplazada <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> cada través una ametralladora ligera o pesada. Con ellas fuimos<br />

sometiendo a una presión cada vez mayor la totalidad <strong>de</strong> la trinchera ocupada por los ingleses. También<br />

yo me aposté <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> una <strong>de</strong> aquellas «jeringuillas <strong>de</strong> balas» y disparé hasta que el <strong>de</strong>do índice se me<br />

puso negro por el humo. Es posible que fuera allí don<strong>de</strong> «atrapase» con mis disparos a un escocés que<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la guerra me escribió una simpática carta <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Glasgow; en ella indicaba exactamente el<br />

lugar en que había sido herido. Cuando se evaporaba el agua <strong>de</strong> refrigeración <strong>de</strong> las ametralladoras,<br />

hacíamos pasar <strong>de</strong> mano en mano el recipiente y lo volvíamos a llenar por un procedimiento natural entre<br />

bromas no muy finas. Pronto empezaron las armas a ponerse al rojo vivo.<br />

El sol estaba a muy baja altura sobre el horizonte; la segunda jornada <strong>de</strong> lucha parecía acabada. Por<br />

vez primera examiné con <strong>de</strong>talle los alre<strong>de</strong>dores y envié un parte y un croquis a la retaguardia. Quinientos<br />

pasos más allá cortaba nuestra trinchera la carretera que unía Vraucourt con Mory, camuflada con trozos<br />

<strong>de</strong> tela. Por una pendiente que quedaba <strong>de</strong>trás, unida<strong>de</strong>s enemigas atravesaban <strong>de</strong>prisa el campo, sobre el<br />

que caían proyectiles <strong>de</strong> modo disperso. Una escuadrilla <strong>de</strong> aviones con ban<strong>de</strong>rines <strong>de</strong> color negroblanco-rojo<br />

atravesaba el cielo vespertino, que estaba limpio <strong>de</strong> nubes. Los últimos rayos <strong>de</strong>l sol, que ya<br />

se había hundido en el horizonte, bañaron la escuadrilla en un <strong>de</strong>licado color rosa y la hicieron parecer<br />

una hilera <strong>de</strong> flamencos. Para señalar hasta dón<strong>de</strong> llegaba nuestra penetración en el terreno enemigo<br />

<strong>de</strong>sdoblamos nuestros mapas y los extendimos en el suelo.<br />

Una fresca brisa anunciaba que la noche iba a ser fría. Envuelto en un tibio capote inglés, me apoyé en<br />

el talud <strong>de</strong> la trinchera y estuve charlando con el pequeño Schultz, mi acompañante <strong>de</strong> patrulla contra los<br />

indios; ateniéndose a los viejos usos vigentes entre camaradas, había aparecido con cuatro ametralladoras<br />

pesadas allí don<strong>de</strong> más intenso era el olor a chamusquina. En los aposta<strong>de</strong>ros había hombres <strong>de</strong> todas las<br />

compañías, hombres <strong>de</strong> rostros juveniles, enérgicos, bajo el casco <strong>de</strong> <strong>acero</strong>, que observaban las posiciones<br />

enemigas. Yo los veía emerger, inmóviles, <strong>de</strong> las tinieblas <strong>de</strong> la trinchera, como si estuvieran en torretas<br />

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