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Tempestades de acero

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Ernst Jünger El bosquecillo 125<br />

intactos. Una explosión <strong>de</strong> especial virulencia tapa <strong>de</strong> vez en cuando la furiosa tormenta <strong>de</strong> los<br />

proyectiles; luego llegan zumbando hasta aquí los pesados cascos <strong>de</strong> metralla, que con un chasquido se<br />

clavan en el barro.<br />

Las granadas parecen venir <strong>de</strong> muy lejos; se <strong>de</strong>slizan por el aire en enjambres y producen un susurro<br />

insidioso, que fluye sin interrupción, como si se estuviera llenando <strong>de</strong> agua una cuba. En cambio, los<br />

proyectiles <strong>de</strong> las baterías alemanas, emplazadas junto a la al<strong>de</strong>a y <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> ella, atraviesan el espacio con<br />

un siseo chirriante, venenoso; el cielo parece cubierto por una cambiante red <strong>de</strong> líneas <strong>de</strong> fuerza, que<br />

turba y atur<strong>de</strong> los sentidos. También en la zona intermedia las explosiones proyectan a lo alto un<br />

parduzco bosque <strong>de</strong> surtidores <strong>de</strong> tierra. Muchos <strong>de</strong> esos conos son verticales y puntiagudos como<br />

chopos; otros se extien<strong>de</strong>n enormes y ramosos como viejas encinas; otros, en fin, se quedan a ras <strong>de</strong><br />

tierra, son anchos y <strong>de</strong>ntados como matas espesas cuyos haces azotara la tempestad contra el suelo. Es un<br />

espectáculo como sólo en las gran<strong>de</strong>s ocasiones lo ofrece la Naturaleza: en una tempestad, en un huracán<br />

o en un incendio — uno pue<strong>de</strong> estar contemplándolo sin notar que pasa el tiempo.<br />

Dos hombres salen <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a; avanzan al <strong>de</strong>scubierto y son seguramente enlaces. Una mirada<br />

imparcial los ve como si fueran unos enanos que osaran a<strong>de</strong>ntrarse en un jardín encantado. De vez en<br />

cuando se arrojan al suelo; inmediatamente <strong>de</strong>spués se eleva junto a ellos la tierra como una antorcha<br />

encendida. Es como si unas hormigas estuvieran abriéndose a tientas un camino a través <strong>de</strong> esta zona<br />

<strong>de</strong>sértica. Acaban sumergiéndose en una trinchera.<br />

La intensidad <strong>de</strong>l fuego es cada vez mayor. El cortante siseo <strong>de</strong> las granadas se vuelve más y más<br />

<strong>de</strong>nso, no <strong>de</strong>ja un solo espacio vacío y se con<strong>de</strong>nsa en un tejido sonoro que en sus bor<strong>de</strong>s se <strong>de</strong>sgarra con<br />

un rugido. Sin respiro combaten las dos artillerías enfrentadas, como dos fauces infernales que tratasen <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>vorarse la una a la otra con una furia cada vez mayor. Este monótono retumbar y machacar parece<br />

haberse convertido en un ingrediente <strong>de</strong>l paisaje; unido como va a la nube <strong>de</strong> polvo <strong>de</strong> grano menudo que<br />

se traga los rayos solares, le otorga un carácter sombrío y amenazador. Del rugiente oleaje <strong>de</strong> los ruidos<br />

se <strong>de</strong>stacan algunos islotes batidos por el estruendo: Puisieux-au-Mont, más a la <strong>de</strong>recha Bucquoy, y<br />

oculto <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> una arboleda, pero siempre presente, el Bosquecillo 125. De la al<strong>de</strong>a fluyen hasta el valle<br />

blancas moles <strong>de</strong> humo; <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> ellas hay convulsiones rojizas, como si aquello fuera una masa<br />

hirviente. Ha cesado el tráfago <strong>de</strong> heridos y <strong>de</strong> camilleros entre el Bosquecillo y la al<strong>de</strong>a; no se divisa un<br />

solo ser vivo. El rugiente remolino <strong>de</strong>l exterminio ha alcanzado esa virulencia que con toda seguridad<br />

permite <strong>de</strong>ducir que ahora intervendrán en la acción seres humanos. La consciencia, que se esforzaba en<br />

absorber y or<strong>de</strong>nar las impresiones, comienza a fallar, empieza a diluirse en ese estrépito que la envuelve<br />

y que se parece a una esfera en que no existieran ni un arriba ni un abajo. Se ha llegado a ese punto en que<br />

uno se coloca en un rincón y se pone a mirar absorto <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> sí, o se mueve <strong>de</strong> otra manera, con una<br />

<strong>de</strong>spreocupada seguridad.<br />

En ese instante aparece un enlace <strong>de</strong>l jefe <strong>de</strong> las tropas combatientes y me grita al oído la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong><br />

alerta. Para enterarme <strong>de</strong> lo que ocurre lo acompaño hasta el gran abrigo, que dista sólo unos pasos <strong>de</strong>l<br />

lugar en que estamos. En muchos lugares <strong>de</strong> la trinchera hay, tendidos en el suelo, muertos, así como<br />

heridos graves; en sus inexpresivas miradas se les nota a estos últimos que han abandonado ya toda<br />

esperanza <strong>de</strong> salir con vida. En el sitio en que el Camino <strong>de</strong> Puisieux alcanza el punto más elevado <strong>de</strong> la<br />

colina hay una abertura que permite divisar la primera línea; ésta se ofrece a la vista como una compacta<br />

muralla <strong>de</strong> humo y polvo por encima <strong>de</strong> la cual centellean unos fuegos artificiales formados por<br />

multicolores luces <strong>de</strong> magnesio. El abrigo, uno <strong>de</strong> los pocos puntos <strong>de</strong> orientación en este <strong>de</strong>sierto<br />

rugiente, está abarrotado <strong>de</strong> seres humanos. En las escaleras bullen los heridos, <strong>de</strong>positados allí por los<br />

camilleros hasta que se produzca una pausa en el fuego. Entre ellos se apretuja la masa <strong>de</strong> los hombres no<br />

encuadrados en unida<strong>de</strong>s cerradas; hacia estos islotes afluyen en busca <strong>de</strong> una mayor seguridad, como los<br />

animales cuando hay una inundación. Están apelotonados; en cuclillas, sobre los escalones: son los<br />

enfermeros, los centinelas <strong>de</strong> las bengalas, los telefonistas, los encargados <strong>de</strong> transmitir noticias, en suma,<br />

todos aquellos que habitan solos en el <strong>de</strong>sierto y a los que ninguna unidad compacta retiene en un lugar<br />

<strong>de</strong>terminado. Solos son incapaces <strong>de</strong> hacer frente a este diluvio <strong>de</strong> impresiones aniquiladoras. La moral es<br />

baja, la gente está <strong>de</strong>sanimada y susurra observaciones llenas <strong>de</strong> preocupación, que quedan tapadas por<br />

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