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Tempestades de acero

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Ernst Jünger <strong>Tempesta<strong>de</strong>s</strong> <strong>de</strong> <strong>acero</strong><br />

El único, débil consuelo que me quedaba era que las cosas podían haber sido mucho peores. Por<br />

ejemplo, el fusilero Rust estaba tan cerca <strong>de</strong>l lugar <strong>de</strong> la explosión que las correas <strong>de</strong> sujeción <strong>de</strong> sus cajas<br />

<strong>de</strong> munición empezaron a ar<strong>de</strong>r. El suboficial Peggau, que había <strong>de</strong> morir, ciertamente, al día siguiente, se<br />

hallaba en medio <strong>de</strong> dos camaradas que quedaron completamente <strong>de</strong>strozados, pero él ni siquiera recibió<br />

un rasguño.<br />

En un estado <strong>de</strong> total abatimiento pasamos el resto <strong>de</strong>l día, durmiendo casi siempre. Yo tuve que<br />

acudir a menudo al puesto <strong>de</strong> mando <strong>de</strong>l jefe <strong>de</strong> nuestro batallón, pues una y otra vez había que comentar<br />

algún <strong>de</strong>talle <strong>de</strong>l ataque. El resto <strong>de</strong>l tiempo lo pasé echado en un camastro y conversando con mis dos<br />

oficiales acerca <strong>de</strong> los asuntos más triviales; <strong>de</strong> este modo procuraba librarme <strong>de</strong> los pensamientos que<br />

me torturaban. El estribillo perpetuo era éste: «Gracias a Dios, lo más que nos pue<strong>de</strong> ocurrir es que nos<br />

maten a tiros». Poco efecto parecieron causar algunas palabras con que intenté reanimar a mis hombres,<br />

que en silencio permanecían acurrucados en la escalera <strong>de</strong> la galería. Tampoco yo estaba en condiciones<br />

<strong>de</strong> confortar a los <strong>de</strong>más.<br />

A las diez <strong>de</strong> la noche trajo un enlace la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> que saliéramos hacia la primera línea. Cuando un<br />

animal <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sierto es arrojado violentamente <strong>de</strong> su cubil, o un marinero siente hundirse bajo sus pies la<br />

tabla salvadora, seguramente experimentan sensaciones parecidas a las que tuvimos nosotros al vernos<br />

obligados a separarnos <strong>de</strong> la segura y tibia galería para salir a la noche inhóspita.<br />

Fuera había ya mucho movimiento. Bajo un intenso fuego <strong>de</strong> shrapnels recorrimos apresuradamente la<br />

<strong>de</strong>nominada «Trinchera Félix» y llegamos a la primera línea sin haber sufrido bajas. Mientras íbamos<br />

serpenteando por las trincheras, por encima <strong>de</strong> nuestras cabezas las cruzaba ya, sirviéndose <strong>de</strong> pasarelas,<br />

la artillería, que se dirigía hacia posiciones avanzadas. El sector asignado a nuestro regimiento —los<br />

primeros que íbamos a entrar en acción éramos nosotros, su batallón más avanzado— era muy estrecho.<br />

En un santiamén se llenaron hasta arriba todas las galerías. Los hombres que quedaron fuera se cavaron<br />

agujeros en los talu<strong>de</strong>s, con objeto <strong>de</strong> tener al menos una pequeña protección mientras durase el fuego <strong>de</strong><br />

artillería que iba a prece<strong>de</strong>r al ataque. Después <strong>de</strong> muchas idas y venidas todos encontraron al fin un<br />

agujero. El capitán von Brixen reunió una vez más a los jefes <strong>de</strong> compañía para darles instrucciones. Por<br />

última vez comparamos los relojes; luego nos separamos con un apretón <strong>de</strong> manos.<br />

En la escalera <strong>de</strong> una galería me senté al lado <strong>de</strong> mis dos oficiales para aguardar la llegada <strong>de</strong> las cinco<br />

y cinco, hora en que comenzaría la preparación artillera. Nuestra moral había mejorado un poco, pues ya<br />

no llovía y la noche estrellada prometía una mañana seca. Pasamos el tiempo fumando y charlando. A las<br />

tres <strong>de</strong>sayunamos; la cantimplora pasó <strong>de</strong> mano en mano. En las primeras horas <strong>de</strong>l día fue tan viva la<br />

actividad <strong>de</strong> la artillería enemiga que temimos que los ingleses se hubieran olido algo. Algunas <strong>de</strong> las<br />

numerosas pilas <strong>de</strong> munición distribuidas en el terreno volaron por los aires.<br />

Poco antes <strong>de</strong> que comenzase la ofensiva se difundió el siguiente radiograma: «S. M. el Emperador y<br />

Hin<strong>de</strong>nburg se han <strong>de</strong>splazado al teatro <strong>de</strong> las operaciones». Recibimos con aplausos aquella noticia.<br />

La manecilla <strong>de</strong>l reloj seguía avanzando, los últimos minutos los contamos uno a uno. La aguja marcó<br />

al fin las cinco y cinco. Se <strong>de</strong>senca<strong>de</strong>nó el huracán.<br />

Se alzó una cortina <strong>de</strong> llamas que fue seguida <strong>de</strong> un rugido súbito, nunca antes oído. Un trueno<br />

espantoso, que en su retumbar parecía engullir incluso los disparos <strong>de</strong> las piezas <strong>de</strong> máximo calibre, hizo<br />

temblar la tierra. El gigantesco aullido <strong>de</strong> exterminio <strong>de</strong> los innumerables cañones emplazados a nuestra<br />

espalda fue tan terrible que, en comparación con él, parecían juegos <strong>de</strong> niños incluso las más gran<strong>de</strong>s<br />

batallas libradas hasta entonces. Lo que ni siquiera nos habíamos atrevido a esperar sucedió: la artillería<br />

enemiga permaneció muda; había sido abatida <strong>de</strong> un solo golpe gigantesco. No soportamos el continuar<br />

<strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> las galerías. De pie, al <strong>de</strong>scubierto, contemplamos asombrados el muro <strong>de</strong> fuego, alto como una<br />

torre, que encima <strong>de</strong> las trincheras inglesas llameaba y que quedaba semioculto tras el velo <strong>de</strong> unas<br />

hirvientes nubes <strong>de</strong> color rojo sangre.<br />

Las lágrimas que <strong>de</strong> los ojos nos brotaban y una molesta sensación <strong>de</strong> quemazón en las mucosas nos<br />

estropearon el espectáculo. Los vapores <strong>de</strong> nuestras granadas <strong>de</strong> gas, que el viento contrario empujaba<br />

hacia nosotros, nos envolvieron en un intenso olor a almendras amargas. Observé, muy preocupado, que<br />

algunos <strong>de</strong> mis hombres comenzaban a toser y a sentir ahogos y finalmente se arrancaban <strong>de</strong> la cara la<br />

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