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Tempestades de acero

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Ernst Jünger <strong>Tempesta<strong>de</strong>s</strong> <strong>de</strong> <strong>acero</strong><br />

ocupantes. El carro fue dando tumbos sobre embudos y otros obstáculos por la carretera; cerca <strong>de</strong> la<br />

Granja <strong>de</strong> Frémicourt la carretera estaba batida, como siempre, por un intenso fuego. Por fin nos entregó a<br />

un auto, que nos <strong>de</strong>positó en la iglesia <strong>de</strong> al<strong>de</strong>a <strong>de</strong> Fins. El cambio <strong>de</strong> vehículos se realizó en plena noche,<br />

junto a un solitario grupo <strong>de</strong> casas; un médico examinaba allí los vendajes y <strong>de</strong>cidía adón<strong>de</strong> habían <strong>de</strong><br />

llevarnos. Me hallaba en un estado semifebril y tuve la impresión <strong>de</strong> que aquel médico era un hombre<br />

joven, que tenía enteramente blancos los cabellos y que se ocupaba <strong>de</strong> los heridos con una <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za<br />

increíble.<br />

La iglesia <strong>de</strong> Fins estaba abarrotada por centenares <strong>de</strong> heridos. Una enfermera me contó que en las<br />

últimas semanas habían atendido y vendado allí a más <strong>de</strong> treinta mil hombres. Ante semejantes cifras, yo,<br />

con mi mo<strong>de</strong>sto balazo en la pierna, me consi<strong>de</strong>ré muy poco importante.<br />

Des<strong>de</strong> Fins, junto con otros cuatro oficiales, me llevaron primero a un pequeño hospital y luego me<br />

instalaron en un edificio civil en San Quintín. Mientras nos <strong>de</strong>scargaban, todos los cristales <strong>de</strong> las<br />

ventanas <strong>de</strong> aquella ciudad temblaban; era exactamente la hora en que los ingleses, recurriendo a un<br />

esfuerzo supremo <strong>de</strong> toda su artillería, conquistaban Guillemont.<br />

Cuando bajaban <strong>de</strong>l vehículo la camilla situada junto a la mía oí una <strong>de</strong> aquellas voces apagadas que<br />

jamás se olvidan.<br />

—Por favor, llévenme enseguida al médico, estoy muy enfermo, tengo un flemón <strong>de</strong> gas.<br />

Con esta expresión se <strong>de</strong>signa una terrible forma <strong>de</strong> gangrena que a veces, si va unida con otras<br />

heridas, <strong>de</strong>struye la vida.<br />

A mí me condujeron a una habitación en que había, una al lado <strong>de</strong> la otra, doce camas; tan pegadas<br />

estaban que se tenía la impresión <strong>de</strong> una habitación llena por completo <strong>de</strong> almohadas blancas como la<br />

nieve. Las heridas <strong>de</strong> los hombres que allí estaban eran casi todas graves; reinaba en aquel lugar un<br />

ajetreo en el que yo participaba como en sueños, febril como me encontraba. Así, a poco <strong>de</strong> mi llegada,<br />

un hombre joven se puso <strong>de</strong> pie <strong>de</strong> un salto en su cama y pronunció una arenga. Yo creía que se trataba <strong>de</strong><br />

una broma especial suya, pero lo vimos <strong>de</strong>splomarse con la misma celeridad con que se había alzado. En<br />

medio <strong>de</strong> un silencio embarazoso sacaron su cama, empujándola sobre sus ruedas, por una pequeña<br />

puerta.<br />

Junto a mí se encontraba un oficial <strong>de</strong> zapadores. Había pisado en la trinchera un cuerpo explosivo<br />

que, al ser tocado, escupió una llama larga como la <strong>de</strong> un soplete. Encima <strong>de</strong>l pie <strong>de</strong> aquel hombre, que la<br />

llama había mutilado, habían colocado una campana <strong>de</strong> gasa transparente. Por lo <strong>de</strong>más, se hallaba <strong>de</strong><br />

buen humor y estaba contento <strong>de</strong> haber encontrado en mí a alguien que le escuchase. A mi izquierda se<br />

hallaba un jovencísimo sargento aspirante a oficial al que atiborraban con gran<strong>de</strong>s cantida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> vino<br />

tinto y yemas <strong>de</strong> huevo; había alcanzado el más extremo grado <strong>de</strong> enflaquecimiento que cabe imaginar.<br />

Cuando la enfermera quería hacerle la cama lo levantaba en alto como si fuese una pluma; bajo su piel<br />

eran visibles todos los huesos que el hombre lleva en su cuerpo. Cuando, al atar<strong>de</strong>cer <strong>de</strong> aquel mismo día,<br />

la enfermera le preguntó si no quería escribir una cartita a sus padres, presentí lo que aquellas palabras<br />

significaban. Y, efectivamente, aquella misma noche sacaron también su cama, rodando, por la oscura<br />

puerta y la llevaron a la sala <strong>de</strong>stinada a los moribundos, el llamado «mori<strong>de</strong>ro».<br />

A las doce <strong>de</strong>l día siguiente me encontraba ya en un tren hospital; me trasladó a Gera, don<strong>de</strong> me<br />

atendieron excelentemente en el hospital militar. Al cabo <strong>de</strong> una semana salía ya por las noches a dar una<br />

vuelta por los alre<strong>de</strong>dores. Aunque había <strong>de</strong> tener cuidado <strong>de</strong> no toparme con el médico jefe.<br />

Allí entregué también, como empréstito <strong>de</strong> guerra, los tres mil marcos que entonces poseía; nunca más<br />

volví a verlos. Cuando tuve en mi mano los recibos, me acordé <strong>de</strong> aquellos bonitos fuegos artificiales que<br />

una bengala disparada por error había provocado — un espectáculo que sin duda costó no menos <strong>de</strong> un<br />

millón <strong>de</strong> marcos.<br />

Volvamos una vez más a aquel terrible camino en hondonada, para asistir al último acto que pone fin a<br />

aquel drama. Nos atendremos aquí a los informes proporcionados por los pocos heridos que sobrevivieron<br />

y sobre todo a los <strong>de</strong> Otto Schmidt, mi enlace <strong>de</strong> campaña.<br />

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