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Tempestades de acero

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Ernst Jünger <strong>Tempesta<strong>de</strong>s</strong> <strong>de</strong> <strong>acero</strong><br />

A pesar <strong>de</strong> la doble pérdida <strong>de</strong> sangre me encontraba enormemente excitado e instaba a todos los<br />

hombres con quienes tropezaba en la trinchera a que se apresurasen a ir hacia <strong>de</strong>lante e interviniesen en la<br />

lucha. Pronto estuvimos fuera <strong>de</strong>l alcance <strong>de</strong> la artillería ligera <strong>de</strong> campaña; mo<strong>de</strong>ramos entonces nuestra<br />

carrera, pues uno necesitaba ser un hombre <strong>de</strong> mala suerte para que le alcanzasen las granadas <strong>de</strong> grueso<br />

calibre que aún caían por allí <strong>de</strong> modo disperso.<br />

En el camino en hondonada <strong>de</strong> Noreuil pasé al lado <strong>de</strong>l puesto <strong>de</strong> mando <strong>de</strong> la brigada, me presenté al<br />

general Höbel, al que informé <strong>de</strong> nuestros éxitos, y le rogué que enviase refuerzos a las tropas <strong>de</strong> asalto.<br />

El general me contó que en los puestos <strong>de</strong> mando me daban ya por muerto <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la víspera. No era la<br />

primera vez que esto ocurría en aquella guerra. Tal vez, cuando nos lanzamos al asalto contra la primera<br />

trinchera, alguien me había visto <strong>de</strong>rrumbarme junto al shrapnel que hirió a Haake.<br />

Me enteré <strong>de</strong> que habíamos ganado terreno más lentamente <strong>de</strong> lo que se había calculado. Era evi<strong>de</strong>nte<br />

que nos habíamos enfrentado a tropas inglesas escogidas; nuestro asalto había atravesado posiciones<br />

centrales <strong>de</strong>l enemigo. El fuego <strong>de</strong> nuestra artillería pesada había apenas rozado el terraplén <strong>de</strong>l<br />

ferrocarril; lo habíamos tomado por asalto contra todas las reglas <strong>de</strong>l arte militar. No habíamos llegado<br />

hasta Mory. Tal vez habríamos podido tomar esa al<strong>de</strong>a la primera tar<strong>de</strong> si nuestra propia artillería no nos<br />

hubiese cerrado el paso. El enemigo se había reforzado durante la noche. En cualquier caso, se había<br />

hecho cuanto la voluntad humana es capaz <strong>de</strong> hacer, e incluso algo más. El general lo reconoció.<br />

En Noreuil estaba ardiendo muy cerca <strong>de</strong>l camino una enorme pila <strong>de</strong> cajas <strong>de</strong> munición. Al pasar a su<br />

lado apresuramos la marcha, con una sensación <strong>de</strong> malestar. Detrás <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a me recogió en su vehículo<br />

el conductor <strong>de</strong> un carro <strong>de</strong> municiones que iba vacío; tuve un violento altercado con el jefe <strong>de</strong>l convoy,<br />

que quería arrojar <strong>de</strong>l carro a dos ingleses que en la última parte <strong>de</strong>l trayecto me habían ayudado a<br />

caminar.<br />

En la carretera Noreuil-Quéant había un tráfico increíble. Quien no haya visto los interminables<br />

convoyes <strong>de</strong> bagajes con que se alimenta una gran ofensiva no pue<strong>de</strong> formarse una i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> lo que esto<br />

significa. Detrás <strong>de</strong> Quéant la barahúnda alcanzaba proporciones fabulosas. El momento en que pasé al<br />

lado <strong>de</strong> la casita <strong>de</strong> la pequeña Jeanne estuvo impregnado <strong>de</strong> melancolía; <strong>de</strong> aquella casita apenas eran<br />

reconocibles los cimientos.<br />

Me dirigí a uno <strong>de</strong> los oficiales que regulaban el tráfico, reconocibles porque llevaban unos brazaletes<br />

blancos, y me consiguió una plaza en un automóvil que se dirigía al hospital <strong>de</strong> sangre <strong>de</strong> Sauchy-<br />

Cauchy. A menudo tuvimos que hacer esperas <strong>de</strong> treinta minutos, cuando los carros y los automóviles<br />

sufrían un embotellamiento y obstruían el camino. Aunque en la sala <strong>de</strong> operaciones <strong>de</strong>l hospital <strong>de</strong><br />

sangre los médicos trabajaban febrilmente, el cirujano que me examinó se quedó asombrado <strong>de</strong> que mis<br />

lesiones fueran <strong>de</strong> un carácter tan benigno. También la herida en la cabeza tenía un orificio <strong>de</strong> entrada y<br />

otro <strong>de</strong> salida, pero la tapa <strong>de</strong> los sesos no había sido perforada. Más dolores que las heridas mismas, que<br />

había sentido únicamente como unos golpes sordos, me produjo el tratamiento al que me sometió un<br />

ayudante sanitario, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que el médico pasase su sonda, con mucha elegancia y como si estuviera<br />

jugando, por los canales abiertos por los dos balazos. Aquel tratamiento consistió en un enérgico afeitado<br />

<strong>de</strong> los alre<strong>de</strong>dores <strong>de</strong> la herida <strong>de</strong> la cabeza; el afeitado se realizó sin jabón y con una navaja carente <strong>de</strong><br />

filo.<br />

Tras haber dormido excelentemente aquella noche, a la mañana siguiente me llevaron al puesto <strong>de</strong><br />

concentración <strong>de</strong> heridos establecido en Cantin; allí tuve la alegría <strong>de</strong> encontrar a Sprenger, al que no<br />

había vuelto a ver <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el comienzo <strong>de</strong>l asalto. Tenía en un muslo una herida producida por una bala <strong>de</strong><br />

fusil. También encontré allí mi equipaje — una prueba más <strong>de</strong> que Vinke era una persona <strong>de</strong> fiar. Tras<br />

haberme perdido <strong>de</strong> vista, Vinke había sido herido junto al terraplén <strong>de</strong>l ferrocarril. Pero antes <strong>de</strong> dirigirse<br />

al hospital, y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> éste a su granja <strong>de</strong> Westfalia, no <strong>de</strong>scansó hasta saber que habían llegado a mis manos<br />

los objetos que le había confiado. En esto reconocí lo que Vinke era realmente: más que mi or<strong>de</strong>nanza, un<br />

camarada <strong>de</strong> mayor edad. Encima <strong>de</strong> mi mesa encontraba con mucha frecuencia, cuando el rancho era<br />

escaso, un trozo <strong>de</strong> mantequilla, «<strong>de</strong> parte <strong>de</strong> un hombre <strong>de</strong> la compañía que no quiere que se sepa su<br />

nombre»; y, sin embargo, no era difícil adivinarlo. Vinke no poseía espíritu <strong>de</strong> aventura, como lo poseía<br />

Haller, por ejemplo. Pero me seguía en el combate como uno <strong>de</strong> aquellos viejos vasallos <strong>de</strong> otros tiempos<br />

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